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Desde Valencia a Escocia, con amor

Narraba el otro día Ernest Lluch en su primera, después de tantos años, aparición periodística valenciana, con su habitual y mesurado estilo -del cual, según opinamos algunos de sus directos y siempre confesos discípulos, no debería volver a separarse- cómo la represión borbónica se cebó más encarnizadamente en este Reino de Valencia, me ciño al estricto rigor histórico, que en otros territorios de la vencida Corona de Aragón.Hoy, por esta semana, es noticia la presencia de John Reid, ministro británico para Escocia -contradictio in terminis para la España autonómica- entre nosotros, con visitas a Cataluña y Valencia, y entrevistas con los presidentes Pujol y Zaplana. Declaraba Reid a este diario que ha "venido a España para aprender". Certera y loable intención como lo ha sido la visita no sólo a Cataluña -como sesgada y erróneamente destacaba Berna G. Harbour en su crónica, pero la ignorancia se corrige con conocimiento y no hay que transigir ante ella- sino, sobre todo, a Valencia. Aunque no sea más que porque Valencia, entendida como reino, comparte con Escocia la fatídica fecha de 1707 -Acta de Unión para Escocia, batalla de Almansa para nosotros- como referente cronológico de la pérdida de sus libertades nacionales en la oleada absolutista europea de comienzos del siglo XVIII. Cataluña resistió siete años más, pero ellos y nosotros recuperamos casi veinte años antes un nivel de autogobierno muy superior al que el Gobierno de Blair concedió el año pasado a lo escoceses.

La oleada absolutista -Lluch la ha estudiado y narrado rigurosamente en lo político, en lo lingüístico y cultural, en lo religioso y en lo civil- fue brutal, sobre todo para los valencianos. Quizás, como ya le he indicado en alguna ocasión, deja a un lado que su primera y más directa expresión se produjo precisamente con valencianos multiseculares pero castellanohablantes como somos los ayorinos. La interesantísima y exhaustivamente documentada obra de Vicente Seguí Romá, editada hace años por la CAM y el Ayuntamiento de Ayora, narra cómo un destacamento enviado por Berwick sitia, bombardea, conquista y pasa a cuchillo Ayora en la noche del 23 de abril de 1707, acabando su macabra tarea a tiempo para regresar y tomar parte en la batalla de Almansa dos dias después. Valga, al cabo del tiempo, esta precisión para reivindicar nuestro carácter de protomártires de la represión borbónica, sin perjuicio de las mucho más numerosas, y también mucho más ensalzadas, víctimas setabenses.

Pero ya metidos en precisiones históricas, también es absolutamente erróneo identificar el fatídico año de 1707 como el de la derrota nacional escocesa. Porque los escoceses, a diferencia nuestra y debido seguramente a la benigna política del monarca reinante, el hannoveriano Jorge II, aún tuvieron un resurgir efímero ayudados, valga la paradoja, por los mismos borbones que nos habían derrotado en nuestra emblemática batalla, donde combatieron ingleses, holandeses, portugueses, franceses, muy pocos castellanos y aún menos valencianos. En efecto, al margen de la fracasada sublevación jacobita de 1715 dirigida por Jacobo Eduardo, su hijo, el legendario "Bonnie Prince Charlie" de las baladas, desembarcó en Escocia en 1745 y dos meses más tarde, con el apoyo de los influyentes clanes Cameron y MacDonald, conquistó Edimburgo, aplastando poco después al Ejército real en Prestonpans. Ebrio de poder por la victoria, el príncipe decidió, contra el consejo de los jefes de los clanes -que eran los que realmente mandaban, como ocurre en un partido español que yo me sé- no resistir en su frontera sino invadir Inglaterra. Craso error, los católicos ingleses no se sumaron a su causa -venció el nacionalismo a la religión- viéndose obligado a retirarse a sus lares por las continuas deserciones, y mientras el príncipe bebía -lo que luego siguió haciendo con fruición en su exilio vitalicio romano- cazaba y danzaba en su palacio, el duque de Cumberland, tercer hijo de Jorge II, entrenaba a sus tropas para resistir la temible y esperada carga a la espada de los highlanders, que amparándose en la lentitud de recarga de los mosquetes de la época habían desarrollado una táctica infalible hasta entonces: avanzaban hasta la línea contraria y tras disparar, aprovechando el repliegue enemigo, arrojaban los mosquetes y desenvainando la espada cargaban -a lo Braveheart, al son de las gaitas y con sus terribles gritos de guerra- contra quienes desprovistos de bayonetas -su uso no se generaliza hasta principios del siglo XVIII- no contaban con más protección que los piqueros, siendo fácilmente desarbolados y sus líneas dislocadas por los tajos y mandobles de los montañeses.

Cumberland fue un innovador, la metralla del fuego artillero y los contraataques a la bayoneta, seguidos por la carga de los dragones a caballo, acabaron en Culloden -la auténtica Almansa escocesa, también en un ominoso día de abril pero de 1746- con los últimos ímpetus bélicos del nacionalismo escocés. Cumberland siguió innovando, copiando, mejor dicho, el estilo absolutista borbónico. Y olvidando la benigna tradición de su padre, al coste de 50 bajas, mató a 2.000 jacobitas, la mayor parte tras la batalla. 3.000 más fueron hechos prisioneros y conducidos a Inglaterra, juzgados sumarísimamente y ejecutados o vendidos como esclavos a los plantadores de algodón en las colonias americanas. Se confiscó el ganado, se despojó de autoridad a los jefes de los clanes, se destruyó definitivamente la estructura social escocesa, se prohibió hablar en gaélico, poseer armas y usar el kilt. Los escoceses se sumieron, como ya lo estaban los valencianos, en los mecanismos unificadores y uniformadores del Estado-nación. Ahora, al cabo de casi tres siglos -dos décadas más para ellos- sean bienvenidos a estos tiempos nuevos del autogobierno, por más que algunos de entre nosotros, legítimamente puesto que se mueven en un espacio democrático que Zaplana les quiere negar, lo encuentren insuficiente.

Segundo Bru es catedrático de Economía Política y senador socialista por Valencia.

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