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Manuel Vicent recopila en un libro 36 relatos sobre la cara más esperpéntica de la realidad El escritor valenciano disecciona ritos, paisajes, objetos y ciudades en 'Espectros'

El golpe de Tejero, que le pilló en un cementerio de Valencia; salas de cárceles con floreros donde los presos retozan con sus mujeres; milagros que no lo son tanto; o la visión de la Capilla Sixtina que le inspira una piscina llena de bellezones ("lo que mejor pintaba Miguel Ángel eran los testículos"). Manuel Vicent presentó ayer, irónico y ocurrente, Espectros, un compendio de 36 relatos sobre el lado más esperpéntico de la realidad. Una suerte de memoria colectiva de los últimos veinte años en forma de objetos, paisajes y ritos, dotados de un algo especial por los que capta la vida.

Siempre dotado de ese moreno mediterráneo, presumido, contando la realidad hilarante con una distancia como si no fuera con él, Manuel Vicent (Villavieja, Castellón, 1936) presentó ayer el libro Espectros, del nuevo sello Ediciones El País, que inauguró hace un mes Juan José Millás. Vicent empezó a escribir estos relatos, que se han ido publicando en EL PAÍS, a principios de los ochenta, cuando el fin del milenio era algo en lo que mejor no pensar. El primer espectro se le ocurrió en una visita a la cárcel de Carabanchel en que vio las salas del vis à vis, asépticas, limpias, maravillosas, con un florero y un calendario con las islas del Sur. "Ese ceremonial previo cuando el preso avanza y cae un hierro... avanza la mujer y cae otro hierro..., hasta que llegan a las puertas de la celda y el funcionario le entrega a él un par de condones que apunta. Todo eso me impresionó, y me dio una idea para seguir ese camino y hacer una serie de lugares, instrumentos, que tuvieran energía y explicaran ciertas partes de nuestra historia".

Hábitat del pecado

Sigue Vicent la disección ayudado de las fotografías de Francisco Ontañón que ilustran Espectros. Y aparece un confesionario, "el hábitat del pecado, que ha roído la madera y por donde han pasado miles de mujeres confesando sus pecados", que lo titula El cajón de los traumas.

Y una UVI (unidad de vigilancia intensiva) que le parece a Vicent el lugar más erótico que haya visitado nunca, donde cualquier cosa que sucede ("alguien que se rasca una oreja") adquiere un valor absoluto. "No digamos ya ver unas enfermeras con mascarilla que se cruzan miradas con los médicos y que conciertan una cita ante alguien que agoniza; eso adquiere un sentido erótico extraordinario".

Viaja Vicent por el metro de Nueva York, "un abismo algebraico"; por el palacio del Dogo en Venecia, en el que hay una máscara de piedra que se le aparece como el buzón de las delaciones; por la cámara del tesoro del Banco de España, "vagina formidable", y por los basureros, porque cree Vicent que somos lo que desechamos.

Se detiene ante el espanto del sida ("admiro a las parejas que se aman por encima de todos los virus; a los que creen que el odio o el miedo contaminan más que cualquier otra enfermedad"). Y persigue las sombras que habitaron la Residencia de Estudiantes de Madrid: "Y no vayan a confundirse. A Dalí lo echaron de la Residencia por no pagar", comentó Vicent, ganador de los premios Nadal, González Ruano y Alfaguara de Novela.

Ya lo advirtió el autor al principio. Son espectros de fin de siglo y muchos trayectos con igual destino: el vértigo de la muerte. "Que a unos les lleva al terror; a otros, a la ignominia".

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