La "democracia vasca".
En estos primeros meses del año 2000 se conmemora, o debiera conmemorarse, un acontecimiento que reviste una innegable significación para el País Vasco y para el conjunto de España. Hace ahora ocho siglos, en una campaña iniciada en la segunda mitad del año anterior, el rey Alfonso VIII de Castilla sitió y conquistó Vitoria, y a continuación logró la rendición y entrega de las fortalezas existentes en Guipúzcoa. Incorporada ya con anterioridad Vizcaya, la campaña ponía fin al vaivén que lo que son hoy Álava y Guipúzcoa habían experimentado entre los reinos de Navarra y Castilla, quedando definitivamente para el segundo. Así que, si se aducen para reivindicar la independencia vasca unos arcaizantes y poco democráticos "derechos históricos", no viene mal recordar que ochocientos años de integración no son corta fuente de legitimidad, en tanto que la unidad política llamada Euskal Herria, configurada como tal, pura y simplemente nunca existió.La argumentación fuerista primero, y la nacionalista más tarde, siguiendo su estela, han venido insistiendo en el carácter voluntario de esa unión, tanto para Vizcaya como para Guipúzcoa. En el caso guipuzcoano, la ausencia total de documentos sobre lo ocurrido favoreció la invención de la historia, si bien cualquier observador razonable dudaría de que un rey medieval al frente de un ejército se dedicase a organizar un referéndum de autodeterminación en Guipúzcoa o a aceptar un pacto que por añadidura incluiría el respeto a la independencia originaria, noción poco corriente en la época. Desde el siglo XVI, no obstante, publicistas y letrados al servicio de las instituciones forales dieron forma al mito de la entrega voluntaria -"sin rigor de armas" y por deseo propio ante los abusos navarros, según Garibay-, del que se deriva la supuesta conservación de la independencia. En la fórmula de Larramendi, ya en el siglo XVIII, ello significaba que el fuero de Guipúzcoa era originario, no concedido, y que la agregación a Castilla no alteró su libertad política, que gozaba "de tiempo inmemorial". Y así, por otras vías, para Vizcaya. Los fueros podrán así servir como "leyes viejas", expresión de una independencia que Sabino Arana reivindica como "derecho histórico", sobre la base de convertir la historia manipulada en tradición.
Manipulación, porque amén de inventar acontecimientos y de ignorar, lógicamente, las exigencias del análisis propio de la historia de las instituciones, la lectura sabiniana, que es hoy la del PNV, la de EA y la de ETA y los suyos, incurría en un evidente anacronismo. Independencias, supuestas libertades originarias y pactos formaban parte del repertorio defensivo de los países sometidos a la soberanía de monarcas absolutos en otros lugares de Europa. Ante la convocatoria en Francia de los Estados Generales en 1789, la nobleza bretona invoca la inalterabilidad de su "Constitución", apoyándose en el pacto del rey francés con Ana de Bretaña. La provenzal insistía a su vez en que, "como consecuencia de los pactos de nuestra reunión a la corona", no se votasen en París subsidios "sin el consentimiento de la nación provenzal". Era un recurso eficaz para que el privilegio no fuese entendido como tal, un freno al poder absoluto, que carecerá de lugar en una Constitución democrática, fundada sobre la igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Lo mismo sucede con la institución de las Juntas Generales de Vizcaya o Guipúzcoa, cuyo funcionamiento en el Antiguo Régimen registró inevitables tensiones con la soberanía real (ejemplo, el pase foral guipuzcoano), pero que siempre se sometió a ella. Claro que para Sabino Arana y sus seguidores, de un plumazo, pasaron a ser el poder legislativo, signo de la soberanía vasca. Era además muy satisfactoria esa imagen de las provincias vascas como recinto de una libertad política por encima del tiempo, que la ocupación española habría venido a arruinar.
El único inconveniente consistió en que Sabino Arana era un antiliberal y un adversario de la democracia moderna, de modo que en cuanto despunte la posibilidad de que sea efectivo el reto democrático, los teóricos del PNV tendrán que recoger velas y ver en las formas de representación autóctonas del Antiguo Régimen, no ya la expresión de la independencia, sino la barrera para que los males de la democracia no afectaran al pueblo vasco. "Democracia vasca" pasa a ser muy pronto, en la visión del PNV, el antídoto contra el riesgo de "democracia en Euskadi". No es casual que Engracio de Aranzadi, el más fiel sabiniano, roce el tema en 1917 y lo desarrolle a comienzos de 1931, al borde de la II República. Poco más tarde, en 1935, el sacerdote José de Ariztimuño proporciona la síntesis del tema en el libro La democracia en Euzkadi, dirigido a combatir "la democracia plebeya, descreída y revolucionaria". Ni más ni menos que las Juntas y Francisco de Vitoria contra Rousseau y su perniciosa ley de la mayoría. Pero lo esencial estaba dicho antes. Es así como Aranzadi, Kizkitza, marca la separación entre la libertad política de tipo anglosajón, de base individualista, y la vasca, singular entre todos los pueblos, que mirando al pasado ha de apoyarse en el municipio y en el voto familiar. El municipalismo es el núcleo, frente al espectro del sufragio universal: "Las Juntas Generales son congresos de apoderados de municipios". Y como criterio último, la distinción entre moradores y vecinos, auténticos vascos, a quienes queda reservada la participación política. Kizkitza remite así al racismo de Sabino como eje del buen gobierno vasco. Políticamente, "abrir las puertas al extraño", pretender "su incorporación como pueblo", equivale a destruir Euskadi. Arranquemos, concluía, "el santo afecto a la raza y la aversión, entre nosotros no menos santa, a los pueblos extraños, y todo habrá acabado en Euskadi". Arzalluz no aparece por generación espontánea.
Después de 1945, la profesión de fe racista tuvo que ser borrada, pero desde la exaltación del euskera y la opisición visceral a lo español, la discriminación frente al extraño siguió siendo el punto nodal de la ideología. Y en el fondo, la justificación del ansia de independencia. En este marco, el recurso a la "democracia vasca" va a plantearse de nuevo, como en los años treinta, en la medida en que la democracia realmene existente constituye el gran obstáculo para alcanzar la secesión. Los ciudadanos vascos, por no hablar de la supuesta Euskal Herria, simplemente no se dejaron ganar por el engaño. Pudo pensarse por un momento en la eficacia de la intimidación con la falsa tregua, pero tampoco funcionó la traza, así que no hubo otro recurso que invocar, como sus predecesores estrictamente
racistas, y con el mismo espíritu de exclusión, una "democracia vasca" cuya puesta en práctica frente al Estatuto y las elecciones generales sería de hecho la negación de la democracia.
De ahí que los supuestos progresistas del círculo de ETA tuvieran que acogerse al sagrado tradicionalista, reivindicando ese espantajo de Juntas Generales de ambos lados del Pirineo, la Udalbiltza, donde los votos individuales del sufragio universal resultan suplantados por los alcaldes, con independencia de la población que los respalda, y si faltan alcaldes porque las capitales tampoco responden, les sustituye cualquier concejal. Todo vale, porque el fin es sagrado. Sobre esas bases de simulacro de "democracia vasca", y con los atentados al fondo, quieren ETA y EH-HB montar un poder constituyente. No es extraño que ni siquiera Arzalluz y Egibar estén dispuestos a seguirles en ese viaje por el túnel del tiempo y del mito. Les acompañan, no obstante, en el otro componente de la euskodemocracia: la distinción hecha por Kizkitza entre vecinos/ciudadanos, los vascos nacionalistas, y los simples moradores, españoles privados de sufragio a efectos de que los primeros puedan imponer sin problemas su solución de ruptura o "construcción nacional". "Votarán en sus consulados para las elecciones españolas", advertía Arzalluz, previendo una situación de independencia. Los documentos de ETA van en el mismo sentido. Así puede entenderse qué significa realmente su propuesta de que "el pueblo vasco decida". La "democracia formal", por atenernos a la terminología antes soviética, hoy de Vázquez Montalbán, es el enemigo.
Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
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