La vida como un regalo PEDRO ZARRALUKI
A Joan Brossa no le gustaba que entraran las cámaras en su estudio. Temía que tirasen algo al suelo y desordenasen el caos en el que estaba instalado. Decía que allí, en la confusión más absoluta, todo estaba en su sitio, y que en cualquier caso no se le había ocurrido un criterio mejor para organizar aquello. En realidad, Brossa vivía sepultado en lo que describe con poética precisión un término marinero, pecio, de horrible sonido pero resonante como una gran metáfora. Los pecios son los restos de naves naufragadas que flotan entre dos aguas o son abandonados por las olas en la orilla. Todos acabamos viviendo entre ellos, hasta que un absurdo traspié nos hace caer por la escalera.El otro día, unos amigos me invitaron a visitar un piso en el Eixample. Me explicaron que vivía allí una mujer con una impresionante colección de juguetes, y que era un lugar muy querido por Brossa. Acepté, por curiosidad, sin saber que la visita se iba a convertir en una insólita experiencia.
Nos abrió la puerta Teresa, que así se llama la amiga del fallecido poeta. De inmediato me impresionaron sus ojos, profundos y tristes, bordeados por una línea negra. A sus espaldas se abría un mundo difícil de describir, un lugar literalmente atiborrado de juguetes que cubrían todas las paredes y colgaban del techo, un universo privado por el que resultaba difícil hasta desplazarse. Teresa nos precedió con una amable sonrisa. Caminábamos en fila india temerosos de romper algo. Alcancé a ver, entre la aglomeración de objetos, unas marionetas de Stan Laurel y Oliver Hardy que de inmediato me recordaron la película La huella. A nuestro paso se accionaba todo tipo de mecanismos: un magnífico organillo, una bruja que soltaba risotadas, un loro que empezó a parlotear y hasta un abeto que acometió con histriónico entusiasmo una canción navideña. Frente a la puerta de la cocina, repleta de falsas piezas de comida, un carnicero autómata dejaba caer una y otra vez su cuchillo.
Sólo en juguetes antiguos de lata había piezas para llenar un museo. Entramos en el saloncito, donde el espacio estaba un poco más despejado. Teresa nos señaló una mesa. Allí era donde Joan Brossa se sentaba a comer. Le gustaban pocas cosas. Odiaba la carne con hueso, y de las croquetas y canelones decía que eran comida mastegada. Así que Teresa le preparaba pan con tomate y botifarra amb mongetes. En la pared, como testimonio de aquella época, se veía una foto del poeta sentado a la mesa, y a su anfitriona ofreciéndole uno de sus muy limitados manjares. Había también en el saloncito un poema visual, un plato sopero con un tenedor hundido en el caldo. En una tarjeta se leía: "La vanitat no té veritat". Joan Brossa, 1994.
"Se expuso en el palacio de la Virreina", nos explicó Teresa. "Lo había hecho con pastillas de caldo concentrado. Para poder conservarlo tuve que añadirle pegamento con azafrán y un poco de harina. A Brossa le gustó mucho mi solución".
Había llegado el fotógrafo. Teresa quiso posar con un muñeco. Mientras, mis amigos y yo salimos a la terraza. Allí continuaba la fabulosa muestra. Junto a una vaca de tamaño natural nos contemplamos unos a otros bastante atónitos. Alguien de los presentes, un buen coleccionista, dijo que aquella colección había tocado techo. No podía haber encontrado una expresión más justa ni más gráfica. Pensé en los pecios que abandonamos en todas nuestras orillas. En lo trabajoso que puede llegar a ser empapar de uno mismo un lugar, crear un universo propio aun a costa de todos los demás universos.
Un rato antes, mientras me enseñaba una habitación a la que se accedía por una maqueta del Titanic, Teresa me había dicho que sus hijos intentaban convencerla de que legara sus juguetes a un museo. Ella se negaba, y creo que la entendí. No es fácil legarse a sí mismo. Pero hay una extraña libertad que sólo se consigue cuando uno convierte su vida en un inmenso regalo.
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