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Las orillas del Segura

He compartido varias veces, a lo largo de los últimos años, las orillas del Segura. En todos los casos he salido malparado, incluso herido en la justa mitad de lo que no sangra. Porque son pocas las otras posibilidades del espíritu si miras un cauce que no lo es, si contemplas una corriente que no avanza, si te llega una coloración que se ausenta desplazada por una negra y viscosa tiranía, si compruebas que la vivacidad del pasado está hecha añicos.Nada asoma, pues, desde un hedor denso y constante. Ése que incluso impide hacer uso de la palabra río. Es más, desconcierta la obligatoria convivencia de tantos con tal atentado, no ya al agua, sobre todo a su dignidad.

El Segura alcanza actualmente la condición de desastre. Bate marcas absolutas de contaminación. No menos de abuso en lo que a la gestión de sus caudales se refiere y por supuesto escandaliza. Lo fétido acarrea también una larga cadena de imprevisiones, ilegalidades y promesas incumplidas.

Nada puede extrañarnos, en consecuencia, que tan calamitoso estado sea el motor de las más asiduas, nutridas y dinámicas movilizaciones sociales. La pestilencia ha removido la conciencia de quienes la sufren, hasta el punto de que en pocos lugares de Europa se cuenta con un mayor número de personas colaborando en plataformas reivindicativas. Si acaso, sólo los oscenses asociados a COAGRET pueden ser considerados como la otra gran movilización de la sociedad civil por la aplicación de un derecho que aparece diáfano en nuestra constitución. Me refiero, por supuesto, al que todos tenemos a disfrutar de un derredor en buen estado de salud. No deja de ser significativo que ambos casos -acompañados de manifestaciones, huelgas de hambre y encadenamientos- estén relacionados con el agua. Recordemos al respecto que la manifestación más multitudinaria celebrada en Murcia fue para reclamar que su río volviera a serlo. 12.000 alicantinos y murcianos llegaron a Madrid para exigir un Segura de nuevo vivo. Esta demostración, llevada a cabo en mayo del año pasado, se encargó de recordar a las autoridades ambientales del Estado, todavía responsable único de las cuencas hidrográficas, la muerte del Segura.

Defunción conseguida, por cierto, con enorme esfuerzo e incalculables inversiones. La cuenca es vapuleada a través de 1.800 puntos de vertido, con mayoría de descontrolados e incluso no pocos sin depuración alguna. La alta actividad agraria, con un excesivo uso de pesticidas y abonos químicos, se salda, según el libro Blanco del Agua, con la llegada a las aguas de casi 50.000 toneladas anuales de nitratos. Hay que sumar otras 360.000 de residuos sólidos urbanos y 132.410 procedentes de granjas e industrias conserveras. Los metales pesados aderezan el indefinible fluido, para muchos técnicos tan contaminado como el Guadiamar tras la rotura de la balsa de Aznalcóllar. Venenos que no tienen donde disolverse hasta que llega al mar. Porque el fallecimiento del Segura está causado, en primer lugar, por la peor gestión hidráulica del continente. En las comarcas del río se ha potenciado, en efecto, casi un 30 % más de superficie de regadío de la que se puede satisfacer. Las falsas expectativas creadas por el trasvase desde el Tajo se han desplomado con el peor de los estrépitos. Recordemos que casi todos los años se han quedado en torno al 30 % de lo prometido. El Segura carece pues de los mínimos caudales para tan siquiera arrastrar tanto tóxico.

Dado que el compromiso electoral del nuevo Gobierno pasa por un nuevo plan hidrológico, bueno será recordar que lo único urgente, con relación al agua en este país, es resucitar al Segura. Y por supuesto no seguir matando ríos: porque todavía la política hídrica tiene resultados como el que nos ha ocupado.

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