Cansancio del nacionalismo FRANCESC DE CARRERAS
La composición del nuevo Gobierno de Aznar, especialmente la inclusión de Anna Birulés y el ascenso de Piqué, ha disparado en Convergència y en Unió todas las alarmas. Ha sido, en cierta manera, la puntilla de un descalabro anunciado ya por algunos en los últimos años y constatado por los resultados electorales de los últimos meses. Artículos de prensa, declaraciones públicas e intervenciones en tertulias radiofónicas de conspicuos nacionalistas durante los últimos días, hacen evidente esta situación de desorientación y de falta de horizontes de una opción maximalista que, por fin, comienza a darse cuenta de sus límites reales.Porque, efectivamente, las causas del fracaso se encuentran en la falta de adecuación a la realidad catalana del proyecto pujolista de los últimos años. A finales del franquismo y comienzos de la transición, existía en la sociedad catalana un amplio consenso sobre la necesidad de que Cataluña tuviera instituciones políticas propias dentro de un Estado federal, el catalán fuera considerado lengua oficial en paridad con el castellano y se protegiera desde los poderes públicos la cultura en lengua catalana. Estas posiciones tenían su fundamento en los valores de libertad y democracia del modelo constitucional que se instauraba.
A lo largo de los años ochenta, especialmente a partir de la hegemonía política y social que le dio a CiU la mayoría absoluta alcanzada en las elecciones autonómicas de 1984, todo ello empezó sutilmente a cambiar. El Estatuto de Cataluña comenzó a ser menospreciado y tratado como mero trampolín para alcanzar la soberanía, la cooficialidad de las lenguas fue sustituida en la práctica de las instituciones públicas por el catalán como lengua única y sólo fueron protegidas las actividades culturales que se hacían no sólo en catalán, sino desde una determinada óptica nacionalista. Los valores en los que se fundamentaban estos cambios ya no eran los de libertad y democracia, sino los de un nacionalismo esencialista e identitario que clasificaba en buenos y malos a los ciudadanos de Cataluña y hacía obligatorio no sólo hablar en catalán, sino también pensar en catalán. Los sectores socialmente conservadores de Cataluña aceptaron sin rechistar estas reglas precisamente porque eran conservadores y los sectores sociales y partidos de izquierdas entraron en un prolongado síndrome de Estocolmo del cual todavía no han salido.
Ésta ha sido, durante 20 años, la situación de la Cataluña oficial. Pero la Cataluña real ha ido, como era de esperar, por otros caminos, y en los últimos tiempos esta Cataluña distinta a la oficial ha comenzado a aflorar. El nacionalismo fundamentalista siempre quiere diseñar una sociedad a su manera, de acuerdo con unos parámetros preestablecidos que sirvan a sus intereses. Por ello quiere siempre más competencias, es decir, más poder político. Pero no todo estaba atado y bien atado. Una sociedad dotada de instituciones democráticas siempre encuentra resquicios por los cuales hacer oír su voz: las asociaciones, los medios de comunicación, las decisiones judiciales, los partidos, las elecciones. En esta fase estamos: comienzan a oírse, con intensidad, significativas voces que piden rectificar el rumbo. Curiosamente, estas voces no provienen de la oposición de izquierdas, sino del interior mismo de CiU o de sectores conservadores que en estos años han estado en el entorno del Gobierno de la Generalitat. En el plano político son más que significativas las declaraciones de Duran Lleida en La Vanguardia del domingo pasado y las palabras de Roca Junyent esta misma semana en la presentación del libro de Josep Melià Nacionalismo y constitución. Expresan las viejas ideas de un nacionalismo razonable que sabe que lo que desea en este momento la sociedad catalana es que se ejerzan bien las muchas competencias que ya tiene la Generalitat y no alcanzar nuevas cotas de soberanía. Sabe también que, dado que la sociedad catalana es plural desde el punto de vista de la lengua y la cultura, el nacionalismo identitario es incompatible con nuestra realidad social. En el plano social y económico, también son significativas las quejas empresariales por la progresiva pérdida de peso económico y cultural de Barcelona. El duro artículo de Leopoldo Rodés en La Vanguardia del sábado pasado o el reciente documento del Círculo de Economía son expresión de un sentimiento muy extendido en el mundo social y económico. Un sector de CiU y la derecha conservadora comienzan a entender finalmente que los excesos nacionalistas son perjudiciales en un mundo en rápido proceso de globalización. El nacionalismo fundamentalista siempre va contra la libertad de la nación si ésta es entendida como el conjunto de los ciudadanos. El miedo a expresar lo que ya hace tiempo que se decía en voz baja comienza a superarse y la rectificación llegará de un modo u otro.
En este contexto, lo más penoso es la situación de la izquierda, especialmente de los socialistas. Maragall por un lado y los capitanes por otro suscitaron en algunos ciertas esperanzas. Sin embargo, cada vez dan más la impresión de ser reliquias del pasado, de lo que muy pronto será el pasado. Recientes tomas de posición de los socialistas catalanes los muestran prisioneros de las posiciones nacionalistas: el grupo parlamentario con ERC en el Senado, separado del PSOE; el seguidismo ante los procesos judiciales en que se halla envuelta la Universidad Rovira i Virgili; la actitud claudicante en la aprobación de la nueva Ley del Consejo del Audiovisual, que hubiera podido ser un buen instrumento de regeneración política; la insistencia en hacer un frente común reivindicativo -¿de qué?- ante el Gobierno de Madrid, y finalmente la incomprensible formación de una comisión para la reforma -¿en qué aspectos?- del Estatuto.
Al final podremos contemplar la triste paradoja de que rectifique el rumbo una derecha nacionalista aliada con el PP mientras unos patéticos Maragall, Montilla, Corbacho y Manuela de Madre, más unos cuantos Ciutadans pel Canvi, seguirán prisioneros de Carod-Rovira con la finalidad de ser considerados como catalanes políticamente corrrectos cuando la corrección política en nuestro país habrá cambiado ya de modelo.
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