Jefes que he tenido
Acaso los tres últimos directores de Ràdio 9 no se identifiquen con lo que leerán a continuación y sería lo lógico ya que me enseñaron que una cosa es la que se piensa y otra la que debe decirse, sin embargo, a pesar de diez años de aleccionamiento, procuro decir lo que pienso, aunque no me convenga.Puedo decir, por ejemplo, que Canal 9 Ràdio nació por error. Emitió su primera señal en septiembre de 1989, cuando la mayoría de las autonomías ya habían inaugurado una o más emisoras, proceso que se inició en 1982. Alguien pensó que a la Comunidad Valenciana le hacía falta un canal de televisión y, a continuación, debió caer en la cuenta de que no teníamos radio. No me explico que pudiera ser de otro modo. El único equipo directivo que tuvo ilusión en el proyecto dimitió en pleno cuando la primera directora de Canal 9 Ràdio fue destituida.
Mi primer jefe era un primor. Se llamaba... digamos que Salvador. Creo recordar que no le tenía mucho afecto a la canción Camino Soria pero algunos de nosotros la poníamos en el programa cuando se tomaban medidas polémicas como el despido de más de 20 trabajadores. No hagan mucho caso de la cifra, pues les cuento de memoria y he de añadir en su descargo que los despidos fueron legalmente procedentes y que yo me libré por los pelos de la escabechina.
Tomar un café con Salvador no era habitual, a no ser que pertenecieras al departamento de deportes o tuvieras mucho interés en hacerlo. Cuando a mí me ocurrió, primero tuve que acompañarle a echar una primitiva y después me dejó convencerle de que me renovara el contrato (no sin antes permitirle que me recordara que yo estaba en la radio gracias a él. Nunca se lo agradeceré bastante.
No sé si era el miedo a no volver a su confortable despacho lo que le hacía parecer tan serio y tan susceptible pero algo difícil de definir solapaba su visión más o menos correcta de la realidad. Llevaba su afán de responsabilidad al extremo de avisarnos sobre qué tipo de peligros nos acecharían -y que por ende no serían convenientes para él- si nos arriesgábamos tanto en el estilo como en el contenido de nuestros trabajos. Salvador lo tuvo todo y fue incapaz de nada.
Un día vino un hidalgo de los de pelo en pecho y caballo trotador. Mi segundo jefe soltaba tacos, se llamaba... digamos que Paco. Juro que nos deleitaba con exhibiciones de toreo de salón en el otrora templo de la sobriedad, con su verbo fácil y su campechanía genética. Si despidió a profesionales de la radio y le hizo la vida imposible a otros hasta que determinaron marcharse no fue porque acatara una lista negra: ni mucho menos. Ni tampoco porque el miedo le obligara a hacer esto o a defender a aquél. Seguía el criterio de sus vísceras; no sé si me explico: hacía las cosas por cojones. Ahora bien, nadie se atrevió a pinchar en su cortijo la copla Paca Mora ni siquiera el día que, más chulo que un ocho, nos anunció su partida, profundamente herido en su dignidad. Y es que el patrón era muy peligroso. Presumía de liberal, de haber luchado por la democracia, aunque su gestión en la radio lo fue todo menos democrática. Para que se hagan una idea, su primer objetivo fue rodearse de una base de confidentes, que encontró sin ninguna dificultad ya que la radio estaba -y está- llena de ratas, reptiles y, últimamente, ácaros. Paralelamente orquestó una campaña de desprestigio tanto de sus superiores como de su propio equipo directivo. Imagínense a esas alturas lo que podría estar contando sobre los trabajadores.
Era corriente tomar café con Paco. En aquellas ocasiones se hablaba de toros, de la incapacidad general de los que le rodeábamos o de lo buenas que estaban las tías. También ponía verdes a la mayoría de los políticos, especialmente los de su propio partido.
Como la mancha de la mora con otra verde se quita, por fin llegó El Tumbao. No me pregunten por qué le adjudican este sobrenombre: a mí ya me había mandado lejos cuando le rebautizaron. Era mi tercer jefe y, como todos, llegó por decreto. Fue, de todos mis jefes, el que menos he sufrido ¿adivinan? Se llamaba Anacleto. Si la hipocresía, el servilismo y la absoluta falta de decencia y buen gusto tienen un nombre, éste es El Tumbao. Jamás tomé café con él. Sin embargo, por Navidad, le mandé una postal deseándole toda la infelicidad del mundo y expresándole mi sensación de que la sabiduría no se encontraba entre sus pocas virtudes. No me ha contestado, ¿sabrá escribir?
A mí y, en vista de los índices de audiencia, a la mayoría de ustedes también, esa radio nos importa un comino. Lo que debiera importarnos es el hecho de que todos la pagamos. Como contribuyentes, no está de más que sepamos que los millones que gasta la emisora aumentan de manera proporcional a la bajada de la audiencia. Es fácil: se trata de hacer algunos contratos millonarios, crear decenas de cargos intermedios con derecho a plus, despedir improcedentemente a unos cuantos trabajadores para tener que indemnizarles y contratar a todos los compromisos con prebendas prometidas. No quiero pensar que dilapidan el presupuesto por pura desidia o por ignorancia. Hay una hipótesis mucho mejor: Como quiera que la radio autonómica se ha considerado desde el principio poco rentable desde el punto de vista político y como, además, nunca se ha intentado una programación de calidad, la solución pasa por convencernos de que no es rentable desde el punto de vista económico y tener la excusa perfecta para privatizarla o cerrarla. De ese modo se evitan un interesante debate sobre la gestión de la radio pública, que debe ser pública pero no política.
En la etapa actual, la de El Tumbao, hay profesionales con oposición aprobada y muchos años de experiencia castigados a trabajar en los peores horarios, realizar funciones inferiores o diferentes a su cualificación y algunos a no hacer nada en absoluto aparte de fichar.
Merxe Ansuátegui trabajó como periodista en Ràdio 9
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