Mariano Rajoy, el gran conciliador
/ Madrid Es un secreto a voces que entre Manuel Fraga y Mariano Rajoy nunca hubo una relación que fuese más allá de lo correcto. Pero la actitud de Fraga con la figura emergente del nuevo Gobierno cambió hace tres años. Y todo gracias a la ironía, ese recurso que finalmente siempre acaba uniendo a los gallegos. Durante un mitin en Ferrol, en la campaña de las elecciones autonómicas de 1997, Rajoy, en presencia de Fraga, hizo un memorable ejercicio de sarcasmo a propósito de la ensalada de partidos que se oponía al PP en aquellos comicios. Ya se sabe que el secreto de la ironía reside en fingir seriedad, y Rajoy, con sus problemas de dicción que tantos años le ha costado superar y con ese aire de aplicado opositor que recita una lección de pe a pa, da el tono perfecto. Fraga se lo pasó tan bien en aquel mitin que salió entusiasmado y se pasó semanas comparando a Rajoy con Winston Churchill.
Elevar al ministro a la categoría de Churchill es, sin duda, una exageración, pero como figura retórica no deja de tener su parte de verdad, porque hay algo en Rajoy que recuerda vagamente a un aristócrata británico. Primero, por su propio origen familiar: un chico educado y de buena familia, con un abuelo que participó en la redacción del Estatuto de Galicia en 1936, y un padre magistrado que fue presidente de la Audiencia Provincial de Pontevedra. Y, en segundo lugar, por su propio carácter: distante y afable al mismo tiempo, frío y cortés, flemático y bon vivant, discreto hasta cuando disfruta de los placeres que lo encandilan, la mesa, los vinos, los licores y, sobre todo, los buenos habanos. Incluso esa indiferencia hacia las mujeres que se le atribuyó durante mucho tiempo y la imagen de soltero empedernido que cultivó hasta su tardío matrimonio -se casó hace cuatro años, ya con los 40 cumplidos- contribuían a imprimirle cierto aire británico. Y, por supuesto, también contaba con la ironía, un arma que ha ido afilando con el tiempo y le ha permitido limar aristas de su estampa pública.
Ninguno de sus antiguos compañeros del bachillerato en Pontevedra o de la facultad de Derecho en Santiago, de quienes le vieron sacar la oposición de registrador de la propiedad al poco de acabar la carrera y de quienes le conocieron como presidente de la Diputación pontevedresa a los 28 años o como vicepresidente de la Xunta con 30 recién cumplidos, se extraña lo más mínimo de que su carrera haya llegado tan lejos. Rajoy siempre fue una especie de hijo modélico, un chico inteligente, formal, responsable y disciplinado. Aunque nació en Santiago de Compostela, los años decisivos de su vida los pasó en Pontevedra, adonde se trasladó la familia cuando su padre fue nombrado presidente de la Audiencia. De hecho, Rajoy pertenece a lo que en la ciudad llaman la Pontevedra de toda la vida: la alta burguesía provinciana y tradicionalista, la de los bailes de gala en el casino y las presentaciones de las jovencitas en sociedad, la de los chicos que aspiran a hacer carrera como funcionarios del Estado y que no pueden ocultar su alergia al gallego.
Sus compañeros de bachillerato le recuerdan como la lumbrera de la clase, un joven que sólo flaqueaba ante el inglés, y ante el deporte, ya que físicamente era más bien torpe. Tal vez para compensar esa carencia, Rajoy se transformó en un gran seguidor de espectáculos deportivos: hablar de fútbol y de ciclismo figuran aún entre sus aficiones favoritas, y de joven ejercía de ferviente forofo madridista.
Rajoy es un hombre muy respetado en Pontevedra, pero no excesivamente popular. Siempre se ha movido en un estrecho círculo de amigos, muchos de ellos de la juventud, y que, a su sombra, también acabaron haciendo carrera política. Son los compañeros de la antigua peña gastronómica masculina Doble y Mitad o de las noches de copas en Sanxenxo, una localidad costera donde siempre pasó los veranos y donde conoció a su mujer.
El mismo ambiente social en que se movía encauzó su carrera política. En la transición, mientras otros jóvenes de su edad se dedicaban a vivir peligrosamente, Rajoy ya usaba corbata, se afiliaba a AP y se convertía en concejal de Pontevedra con poco más de 20 años.
En 1983, alcanzó la presidencia de la Diputación Provincial y se convirtió en una de las grandes promesas del conservadurismo gallego. Tres años más tarde, Fraga le requirió para una emergencia: un grupo de consejeros se había rebelado contra el presidente de la Xunta, Xerardo Fernández Albor, quien no encontraba apoyos para formar un nuevo gabinete. A Rajoy le encomendaron ser vicepresidente, lo que en la práctica equivalía a asumir todo el peso político del ejecutivo.
Fue una experiencia terrible que Rajoy recuerda siempre como la peor época de su vida. AP de Galicia estaba en pleno proceso de descomposición interna, y el Gobierno hacía agua por todas partes. Pese a su juventud, a Rajoy se le había reclutado como bombero. Eso le obligó a afinar sus dotes de negociador, tan ensalzadas muchas veces. Pero su imagen presentaba aún muchas aristas: se rodeaba de algunos elementos provenientes de lo más rancio de la derecha, mostraba una actitud desafiante para defender su empeño en no hablar gallego y en el Parlamento se comportaba como un chico empollón que aún no había aprendido la eficacia de la ironía. Incluso confesaba que uno de sus referentes ideológicos era un ex ministro franquista, el pontevedrés Gonzalo Fernández de la Mora, autor de un tratado célebre en su tiempo y de título premonitorio, El crepúsculo de las ideologías.
En aquella época, esa referencia parecía corroborar la imagen de Rajoy como un hijo del franquismo sociológico, pero tal vez él estaba apuntando otro camino: el del pragmatismo que mostraría en su carrera futura y que, como todo el PP, desembocaría en el centro, el punto donde precisamente se diluyen las ideologías.
De aquella época en la Xunta le viene a Rajoy un cierto desdén por los asuntos de la política gallega. Hay incluso una parte de su propio partido a la que detesta sin embozo. Es ese poderoso sector ruralista, vinculado al viejo caciquismo, a las prácticas populistas y a la defensa fervorosa de un galleguismo sentimental, el que Rajoy no soporta.
Su amarga experiencia en la Xunta acabó de mala manera: AP perdió el Gobierno después de que un grupo de tránsfugas se aliase con el PSOE. Rajoy tomó una decisión drástica, abandonó la política y ocupó su plaza como registrador de la propiedad en Alicante. En 1989, cuando Fraga ganó las elecciones autonómicas, se olvidó de los servicios prestados por Rajoy y se entregó al sector populista representado por Xosé Cuiña, uno de los más íntimos adversarios del nuevo vicepresidente. Pero a Rajoy le seguía picando el gusanillo político y nunca abandonó del todo su feudo local de Pontevedra. Desde allí, y gracias a su escaño en el Congreso de los Diputados, logró conectar con el nuevo grupo dirigente de Aznar.
Aznar, que acababa de ser elegido presidente del PP, enseguida se fijó en aquel gallego joven, diligente y de afilada ironía. En él apreció la cualidad de bombero y en la primavera de 1990 se lo trajo a Madrid para que apagara el incendio del caso Naseiro (presunta financiación irregular del PP). Lo hizo con tal discreción y eficacia que, a continuación, le encargó la tarea más complicada que tenía el PP: la renovación interna de un partido que aún contaba en sus filas con políticos del régimen franquista.
Rajoy cumplió la tarea con talento y mano izquierda. Con los políticos relevados compartía un opíparo almuerzo para suavizar el despido. Con ello aplicaba su lema preferido en la vida pública: cuando se tiene poder hay que tratar de evitarse enemigos.
Su trabajo fue tan eficiente que para las elecciones de 1993, el PP ya disponía de un partido joven y renovado sin los estruendos de las crisis traumáticas. No fue la única misión delicada que le encargó Aznar esos años. Rajoy protagonizó la única negociación con éxito entre el Gobierno del PSOE y el PP: los pactos autonómicos de 1992. Sus dotes diplomáticas sirvieron para que un Felipe González en la cresta de la ola firmara un pacto en La Moncloa con un joven aspirante llamado José María Aznar.
Estos éxitos diplomáticos de Rajoy convencieron a Aznar de que había encontrado al mirlo blanco: un político discreto y eficaz, una especie casi extinguida en la derecha española de entonces. Por ello le puso al frente de la sala de máquinas en la cadena de elecciones que van de 1993 a marzo de 1996, año en que por fin el PP logra la victoria. Pero no fue rotunda y Aznar volvió a encargar a Rajoy que ejerciera de bombero.
Le correspondió, como ministro de Administraciones Públicas, nada menos que desarrollar con los nacionalistas catalanes, vascos y canarios los pactos que el PP había firmado para garantizar la investidura de Aznar. En el ejercicio de esa misión agotó toda su capacidad aprendida durante años de paciencia, diplomacia e ironía hasta que a fines de 1997 se plantó y les dijo a todos los nacionalistas que ya no había más porque el Gobierno había cumplido. Aguantó con firmeza el chaparrón de Jordi Pujol y Xabier Arzalluz y el Gobierno de Aznar no cayó. Rajoy se ganó, además, el respeto de los nacionalistas.
Aznar ha utilizado a Rajoy de apagafuegos sistemáticamente dentro del Gobierno. Fue un portavoz paralelo del Ejecutivo cuando el papel de Miguel Ángel Rodríguez, como secretario de Estado de Comunicación, hacía agua. En enero de 1999, cumplida su misión en Administraciones Públicas y calmadas las aguas nacionalistas, Aznar lo envió al Ministerio de Educación y Cultura para sofocar el incendio que había iniciado Esperanza Aguirre a cuenta de la reforma de las Humanidades.
La penúltima misión que le encomendó Aznar fue regresar a la sala de máquinas, en enero, para dirigir una campaña electoral que se presentaba complicada, la del 12-M, pues los resultados del PP en las municipales y autonómicas de junio de 1999, bajo la batuta de Javier Arenas, habían sido discretos. Rajoy planteó una campaña a su estilo, moderada y serena, y triunfó rotundamente. Aznar se ha decidido finalmente a premiarle elevándole a la categoría de vicepresidente primero.
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