La piqueta acecha a El Cabanyal J. J. PÉREZ BENLLOCH
Si la Avenida del Oeste de Valencia, hoy Barón de Cárcer, se hubiese concluido al ser concebida, hoy no tendríamos que estar restaurando el barrio del El Carmen, pues ni barrio habría quedado. Lo mismo acontecería en Xerea, de haberse ejecutado el trazado entre el Puente del Real y la Plaza de la Reina que alguien ideó. Y, por supuesto, El Cabanyal-Canyamelar sería muy otra cosa si el paseo de Valencia al Mar, proyectado muy a finales del XIX, hubiese unido el Jardín de Viveros con la playa. No se hizo entonces, no se remató después y ahora nos encontramos con un conflicto cuya solución, tal como se propone, no convence más que al gobierno municipal del PP.Se propone, como es sabido, prolongar el citado paseo, detenido hoy en la linde del poblado marítimo, pero modificando en este último tramo su diseño original. Se reducen a 40 sus 100 metros de anchura, sesgándolo ligeramente hacia el norte y limitando a seis alturas los edificios que se construyan. Hasta el observador menos avisado percibe la chapuza que se urde con esa especie de embudo vergonzante con el que, al decir de sus patrocinadores, se atenúa el impacto sobre ese espacio urbano que teóricamente ha de revitalizar, aunque no se precisa de qué modo, ni a quién beneficia.
No beneficia, como es evidente, al millar y medio de familias damnificadas que perderán su vivienda y a las que, por el momento, no se ha hecho más que meterles el miedo y la perplejidad en el cuerpo, pues muchas de ellas, que han consumido su vida en este marco vecinal, no entienden que se les pueda desahuciar a cambio de unas presuntas ventajas que no les interesan ni atañen. Son los que aseguran que nadie les moverá, si no es para sacarles con los pies por delante. Es el anticipo de una actitud resuelta y violenta que no debería soslayarse y que se pulsa a poco que se pise el barrio.
A este respecto, asombra el poco o nulo tacto que se ha tenido con estas familias, con las que no se ha establecido el aconsejable diálogo para exponerles las razones del proyecto, las indemnizaciones previstas y las circunstancias del realojamiento. Se les ha dicho, y de manera informal, que será "en las mejores condiciones", una ambigüedad que incluye ubicarlos en donde Cristo perdió el gorro, desarraigados definitivamente de su entorno. Y menos aún saben de todo lo relativo a las prestaciones económicas que les corresponden, por no hablar de dónde saldrá el dinero, que no será de los nuevos edificios a construir cuando el bulldozer acabe con los actuales.
Aunque es secundario con respecto al coste humano y social de la operación, tampoco puede desdeñarse la riqueza artístico-patrimonial que la misma inmolará si se lleva a cabo. Se trata de edificios, fachadas y tramas urbanas justamente protegidas por la ley. Pero se trata, sobre todo, de una trabazón vecinal, una calidad de vida cada día más inhabitual y que sus titulares quieren salvar, por más que se sientan acosados por el trapicheo de droga y otros signos de degradación que parecen propiciados para que cunda el desánimo y el personal se allane al proyecto. De hecho, el frente resistente comienza a cuartearse y los hay que, por no ser directamente afectados, ya piensan en el cuerno de la abundancia que deparará esta apertura al mar, con su estela inmobiliaria y la renovación del tejido social. La alcaldesa Rita Barberá sólo ha de prometer envidiables momios y esperar a que se condense la contradicción de intereses.
De lo dicho se desprende que estamos ante una confrontación desigual en la que El Cabanyal-Canyamelar pugna por conservar formas de vida y un patrimonio urbano valioso incompatible con la expansión abrasiva de la ciudad. Su adversario es la dinámica del desarrollismo, pero también, paradójicamente, la excelencia del espacio que ocupan. Tan sólo hace unos decenios nadie daba un duro por él y hoy lo expropian a punta de decreto.
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