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Una extraña, grave e inquietante vigencia

Durante la segunda y tercera décadas de la posguerra civil, la obra dramática de Antonio Buero Vallejo se ganó a pulso, astuta y tenazmente, en los serviles escenarios de la dictadura franquista la condición de foco irradiador de imaginación resistencial. El estreno de Historia de una escalera obtuvo tanta resonancia en las zonas subterráneas de la España lúgubre y amordazada y muda, que adquirió proporciones legendarias, aroma de acontecimiento histórico, de punto sin retorno. Y, a partir de ese instante, el ascenso dentro de sí misma de la obra dramática de Buero Vallejo ocupó una zona vertebral de la evolución de la escena española durante esos aludidos años cincuenta y sesenta, para comenzar a decaer, a perder gota a gota la frescura, el fuste y la energía referencial bajo cuyo signo surgió en la crucial década siguiente. Como otros esfuerzos de la imaginación antifascista, la disolución de la dictadura (contra la que luchó) y la instauración de la democracia (a la que contribuyó a crear) dañó de manera paradójica y cruel al teatro de Buero Vallejo.De ahí que, aunque se adentre en este tiempo, el gran teatro de Buero es indesgajable del tiempo contra el que, a su terca y no siempre bien entendida manera, combatió sin tregua. El dramaturgo jugó desde el mismísimo arranque de su obra, y lo expuso con nitidez en una muy inteligente y dura polémica que sobre este asunto mantuvieron él y Alfonso Sastre en las páginas de la revista Primer Acto, la carta de lo que por entonces se llamaba el posibilismo, término que hacía referencia a la opción de escribir un teatro viable, estrenable, realizable, escénicamente posible; es decir, argumental y formalmente estructurado y escrito con las concesiones y los amansamientos necesarios para sortear, sin amputaciones mortales, la guadaña censorial de la dictadura, manteniendo el rechazo a ésta (ya que no en una quimérica explicitud) en zonas inexplícitas, en ideas de fondo, en entrelineados o subentendidos escénicos. No se entendería hoy ni un solo rasgo del vigor resistencial que alcanzaron en su tiempo, un tiempo doloroso y oscuro, algunos de los dramas esenciales de Buero Vallejo si no se los lee a través de los cristales deformes y viciados de aquella salvaje servidumbre, de aquella estrategia de supervivencia mediante un humillante pero inevitable pacto de camuflaje.

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El teatro español pierde a Buero Vallejo

La zona vertebral de la obra de Buero Vallejo a que hice referencia es la que sostiene, en el dificil equilibrio de las cuerdas flojas, la coherencia de su obra a lo largo de una larga y compleja traslación o, si se quiere, mutación de estilo. Se trata de una mutación que transita desde el realismo naturalista de sus comienzos en Historia de una escalera al realismo de ambición alegórica y armazón escénica expresionista, que abrió y desencadenó En la ardiente oscuridad y que, años más tarde, dio lugar a El concierto de San Ovidio, El tragaluz y El sueño de la razón, tal vez los tres dramas donde Buero alcanzó una más recia posesión de las riendas de esa su idea, o su estrategia, posibilista, y en los que logró transmitir a los públicos del fascismo español una auténtica tensión y pasión de resistencia antifascista.

Este gran salto del estilo de Buero, desde aquel efímero y fragil verismo naturalista inicial a su fórmula, evolucionada y no formularia, de una alegoría de corte expresionista, le permitió eludir los peligros (insalvables, mortales de necesidad para su astuto propósito de desarrollar en la España de su tiempo un teatro antifacista pactado con la censura fascista) de la inmediatez coloquial, del lenguaje vivo de la calle. La retórica de la composición alegórica, hacia la que Buero Vallejo se decantó pronto y de manera definitiva y en la que llegó a alcanzar la maestría, le permitió manejar, con soltura y fuerza comparativa innegables, además de con gran instinto para el teatro didáctico, el viejo e inmortal juego escénico del cruce de unos espejos, que fueron, en redundancia, los que hicieron posible su posibilismo.

Y la metáfora de gran vuelo invadió, desde el balbuceo de En la ardiente oscuridad, toda la escena de Buero, y es dentro de ella donde su dramaturgia alcanza parcelas de plenitud y derecho a la relectura. El tragaluz, que formalmente es su obra más compleja, ambiciosa y arriesgada, lo pone de manifiesto: es un grave y hondo drama sobre el olvido, sobre la desmemoria histórica, que quizás por eso conserva, en una lectura actual, una grave e inquietante vigencia.

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