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¡Ratifíquenlo!

Andrés Ortega

Sería un buen gesto que una de las primeras decisiones del nuevo Gobierno de José María Aznar fuera enviar finalmente al Parlamento el Estatuto del Tribunal Penal Internacional (TPI), firmado en Roma en julio de 1998, para su rápida ratificación. Se recogería así el amplio consenso que al respecto se dio en la anterior legislatura, que se plasmó en una resolución en junio de 1998, y en la reunión de diciembre pasado de los portavoces de los grupos para ser informados de los problemas que plantea la ratificación.

Problemas, haylos. Se han puesto de manifiesto dos principales: la posible incompatibilidad del Estatuto con la irresponsabilidad constitucional del jefe del Estado, el Rey, y con la inmunidad de los parlamentarios. El Consejo de Estado ya se pronunció hace meses en un dictamen, no hecho público, en el sentido de que no sería necesario reformar la Constitución para asumir los compromisos del TPI. Bastaría una solución por la vía interpretativa, dado que los actos políticos del Rey siempre van refrendados por el Consejo de Ministros, por lo que la responsabilidad política es el del Gobierno. En cuanto a la inmunidad de los parlamentarios, siguen siendo las Cámaras las que han de votarlo, de acuerdo, sin duda, con la obligación del Estado -todos sus poderes-, contenida en el Estatuto, de colaborar con el Tribunal Penal Internacional. Aunque no todos los juristas -ni algunos magistrados y fiscales de la Audiencia Nacional (el juez Garzón en su día, el fiscal Santos ahora)- coinciden en esta apreciación, no parece necesario ni conveniente una modificación de la Constitución que acarrearía un referéndum y disolución de las Cortes, lo que complicaría sobremanera la ratificación, y casi la imposibilitaría. También se pueden plantear otros problemas con las condenas a perpetuidad, y la extradición y entrega de nacionales españoles al TPI.

Otros países con reticencias similares las han superado de maneras diversas: Noruega, también una monarquía, en el sentido antes apuntado para España; Francia ha constitucionalizado el texto de Roma al introducir en su Constitución un reconocimiento de la competencia del TPI. La punta de lanza francesa es importante, pues es el primer país miembro permanente del Consejo de Seguridad que ha ratificado el Estatuto (sólo falta la firma del presidente de la República) y llevaba años a la greña con el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya por las pruebas nucleares francesas en el Pacífico. Italia también se adelantó. Así, con tales retrasos, España ha dejado pasar una oportunidad de marcar terreno, especialmente de cara a América Latina. Sería positivo que los países de la UE marcasen el rumbo y presionasen por las ratificaciones para que este Tribunal vea la luz. Sería también importante que algunos de los países grandes e influyentes en cada continente siguieran este impulso ratificador. Argentina y Chile están avanzados. En África, la República Surafricana también. Pero entre los países árabes, sólo Jordania ha suscrito el texto.

Los trabajos preparatorios avanzan. En junio deberían aprobarse dos reglamentos necesarios para el funcionamiento del Tribunal: los Elementos de los crímenes, una guía detallada de las cuatro categorías -genocidio, crimen de lesa humanidad, crimen de guerra, y, en proceso de definición posterior, crimen de agresión- y hasta 70 formas de crímenes; y otro sobre reglas y procedimientos. Hasta ahora han firmado 95 Estados, pero sólo 8 han ratificado este acuerdo, que requiere 60 ratificaciones para entrar en vigor. Este bajo número de ratificaciones no significa un parón. Juan Antonio Yáñez, jefe de la delegación española en los trabajos de la Comisión Preparatoria del TPI, prevé que en 2000 pueden haber ratificado de 15 a 20 Estados, y otros tantos -entre ellos todos los occidentales salvo el mayor, EE UU, que no suscribió el Estatuto en Roma- en el curso del año siguiente. Luego habría que hacer presión para llegar a la cifra de 60 para que el Estatuto entrara en vigor en 2002 o 2003. Si el TPI ve la luz, se habrá dado un paso de gigante hacia una globalización judicial ordenada.

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