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Tribuna:EL DESAFÍO DEMOCRÁTICO
Tribuna
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En los armarios de Europa hay fantasmas

Adam Michnik

El anticomunismo, como el antifascismo, no es suficiente para garantizar la honestidad de una persona. La vieja mentira sobre la honestidad de los comunistas que hicieron el arreglo de cuentas con el fascismo es reemplazada hoy por la nueva mentira de los anticomunistas que hacen el arreglo de cuentas con el comunismo.Mientras tanto, la vida nos enseña que prever el pasado es tan difícil como predecir el futuro. Cuando analizamos los debates que se desarrollan en torno a los acontecimientos del pasado que estremecieron tenemos la sensación de que los fantasmas de ayer siguen muy vivos y participan en nuestras controversias de hoy.

La detención de Augusto Pinochet reabrió la polémica en torno a la guerra fría, a los límites de la soberanía, al conflicto que existe entre la lógica de la justicia y la lógica del compromiso.

Las limpiezas étnicas organizadas por el régimen de Slobodan Milosevic en Kosovo y, luego, la intervención militar de la Alianza Atlántica reavivaron apasionadas controversias sobre los límites de la soberanía y el derecho a una injerencia humanitaria.

La sangrienta guerra de Chechenia, provocada por la irrupción de un grupo armado de Shamil Basáyev en Daguestán, planteó nuevamente el problema de la existencia de dos raseros diferentes: el que aplica la opinión pública mundial a los pequeños y débiles y el que emplea con los grandes y fuertes. Un rasero se utilizó en el caso de Serbia, otro se está empleando en el de Rusia.

Por último, el escándalo más reciente: la participación en el Gobierno de Austria del Partido de la Libertad del populista austriaco Jörg Haider, un político que utiliza un lenguaje muy parecido al de los nazis.

Los pueblos suelen embellecer su propio pasado y afear el de los enemigos. Mucho más cómodo es sentirse víctima que verdugo. Por eso solemos esconder en los rincones de la memoria las injusticias que cometimos con otros, pero mantenemos siempre a mano el recuerdo de las que cometieron otros con nosotros. Ésa suele ser precisamente la venganza de los fantasmas que hay guardados en los armarios de Europa.

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Por eso es mucho mejor hablar del pasado pensando en el futuro que conformar el futuro con los ojos puestos en el pasado. El primer esquema propicia la adopción de compromisos, como lo demuestran las relaciones polaco-ucranias. La alternativa son conflictos tan sangrientos como los de Yugoslavia y el Cáucaso.

La memoria nacional polaca tiene en su armario dos fantasmas: el nacionalista y el clasista. El primero se relaciona con el antisemitismo. Es un cadáver que sigue desenterrado, porque nunca se consiguió hacer un auténtico y profundo ajuste de cuentas con el odio antijudío. Ahora bien, aunque el antisemitismo no fue en Polonia un fenómeno marginal, sino un importante elemento de la corriente nacionalista, fuerte en el escenario político de antes de la Segunda Guerra Mundial, jamás fabricó colaboracionistas, como sucedió con los nacionalistas franceses durante la ocupación hitleriana. Por el contrario, entre los nacionalistas polacos hubo muchos heroicos combatientes de la resistencia antifascista, que después de la guerra fueron encarcelados, torturados e incluso asesinados por los comunistas. ¿Cómo arremeter contra aquellos hombres por su antisemitismo si la dictadura los perseguía y castigaba?

De la dictadura comunista se puede decir que funcionó como una especie de congelador que permitió que se conservasen intactos las ideas y sentimientos nacionalistas de antes de la Segunda Guerra Mundial. Cuando se restauró la democracia, al escenario político retornaron las viejas agrupaciones, que veían con buenos ojos el totalitarismo, aunque no el de signo comunista. Los partidarios de aquellas viejas agrupaciones reaparecieron como adversarios del régimen comunista, etiqueta que los presentaba como combatientes por la independencia y la libertad. Aunque podían estar muy cerca de la ideología fascista, como se oponían al comunismo, parecían ser buenos. En el pasado fue el comunismo el que consiguió la etiqueta de la bondad, porque dio una gran contribución al aplastamiento del fascismo. Hoy, al contrario, se considera bueno todo lo que es anticomunista. Sin embargo, de la misma manera que ayer la opinión pública veía en el fascismo el mal absoluto y no quería pensar en el terror y la crueldad del Gulag, en los millones de víctimas y en la política expansionista de Stalin, hoy se trata como mal absoluto el comunismo, se glorifica todo tipo de anticomunismo, se olvida que Adolfo Hitler también fue un anticomunista singularmente rabioso.

Al segundo cadáver tampoco se le ha dado sepultura, porque aún no se ha hecho el arreglo de cuentas definitivo con la dictadura comunista. Sin embargo, ha llegado el momento de decir toda la verdad sobre su teoría e historia, sobre su doctrina y su práctica, el momento de los hechos, de los documentos y de los testimonios de las víctimas. También ha llegado el momento de reflexionar sobre la utopía comunista que permitía creer en la posibilidad y conveniencia de construir por la fuerza un mundo de igualdad y justicia, libre de conflictos. Por último, ha llegado el momento de decir la verdad sobre la dictadura del proletariado y el papel rector del partido, pero también sobre el conformismo colectivo que hizo posible que el totalitarismo comunista durase tanto tiempo.

No es fácil eliminar del presente los fantasmas del pasado, porque los resucita constantemente la lucha por el poder y por el dominio sobre la memoria. Lo demuestran dos mecanismos: el de la "descomunistización" y el de la "verificación". El verdadero objetivo de quienes proponen la "descomunistización" es excluir a la gente de la antigua nomenklatura de la vida normal, pero no porque cometieron delitos, sino porque fueron miembros del aparato comunista. La "descomunistización" ha de servir, pues, de pretexto para despojar a parte de los ciudadanos de sus derechos y libertades, y al conjunto del electorado, de la posibilidad de decidir libremente cuál ha de ser la composición del Parlamento. El mecanismo de la llamada "verificación" tiene como fin desenmascarar a los antiguos agentes y confidentes de la policía comunista. El problema consiste en que el mecanismo se basa en los documentos que fabricaron los servicios secretos comunistas durante años contra los ciudadanos. Hoy, los papeles fabricados por la policía de la dictadura se emplean para valorar el comportamiento de gente honesta; son los ex policías comunistas con sus declaraciones quienes certifican si alguien fue honrado o no. ¿Pudo una mente sana imaginar algo más enfermizo?

Las mentiras siempre generan mentiras. En el último decenio, la ideología y la práctica comunistas fueron sometidas a una crítica despiadada. Pero el comunismo moribundo pudo reaccionar de dos maneras. La primera era aceptar las reglas de la democracia y de la economía de mercado y crear nuevas agrupaciones políticas integradas por personas con biografías parecidas y con el mismo temor a la "descomunistización". Esas agrupaciones -como sucedió en Polonia y Hungría- optaron por un pragmatismo tan marcado que linda con el cinismo. A esas agrupaciones les interesan las técnicas del marketing, y no las discusiones sobre el pasado, que definen como "tema aburrido e insignificante". Esa gente respeta las reglas democráticas, pero con su actitud priva a la democracia de ese importantísimo contenido que es la reflexión sobre el pasado. Sin la verdad sobre el pasado, la democracia se ve atacada por el virus de la corrupción espiritual y material.

Pero el comunismo moribundo pudo buscar refugio también en otra realidad, en la nacionalista y populista. El imperialismo ruso promovido por Ziugánov y el chovinismo serbio de Milosevic son otras caras del comunismo reconvertido, su cara imperialista o nacionalista.

Augusto Pinochet volvió a plantear el problema de cómo salir de una dictadura. ¿Hay que buscar esa justicia que muchos de sus adversarios definen como revancha o, por el contrario, hay que tratar de alcanzar la reconciliación, que los críticos consideran muy peligrosa porque impide distinguir entre el bien y el mal? Los primeros dicen que a la gente del régimen anterior hay que eliminarla de la vida política con ayuda del Código Penal. Los segundos creen que esa gente tiene que ser incorporada al sistema democrático. Por eso, los primeros quieren montar algo parecido al Tribunal de Núremberg, mientras que los segundos prefieren el entendimiento y la reconciliación. Los primeros sueñan con algo similar a la "desnazificación" llevada a cabo en Alemania Occidental después de la Segunda Guerra Mundial, mientras que los segundos se sienten fascinados por la transición democrática en España.

Pero la detención de Pinochet puso en un aprieto a unos y otros, porque en los tiempos de la dictadura comunista la oposición interpretaba la opresión del régimen de dos maneras: unos condenaban el comunismo porque era un régimen opresor, mientras que los otros condenaban la opresión porque era comunista. Para ellos, Pinochet, que derrocó un Gobierno legal con ayuda de un golpe de Estado militar y seguidamente implantó una dictadura muy sangrienta, es un héroe de la cruzada anticomunista, que hay que admirar y adorar, aunque sus actos provocaron miles de muertes.

Los otros decían: "El comunismo es un mal terrible, pero no por el proyecto filosófico que promueve, sino por el carácter inhumano de los métodos de opresión que utiliza. Rechazamos, pues, el comunismo no por sus leyes dialécticas ni por su materialismo histórico, sino porque torturaba a la gente, y las torturas son inadmisibles independientemente de la justificación que se les dé". Pero si las torturas y los asesinatos son inadmisibles y dignos de la más firme condena, lo son también cuando se llevan a cabo bajo la bandera de la lucha contra el comunismo. Y es que no hay asesinatos ni torturas de derechas o de izquierdas, progresistas o reaccionarios. Todos los asesinatos y todas las torturas se merecen la más firme y enérgica condena.

Se puede, pues, decir que la polémica en torno a Augusto Pinochet surgió en Polonia ya en el momento en que ese general dio su golpe. Su detención en Londres actualizó una vez más el problema. Sus partidarios afirmaron que su arresto era una venganza de la conspiración del comunismo mundial por su heroica lucha contra los marxistas. Sus adversarios aseguraban que al fin se había hecho justicia y el sanguinario dictador sería juzgado por sus crímenes. Es curioso que los partidarios de Pinochet no querían oír hablar de la gente torturada y rechazaban su dolor y sufrimientos. Por su parte, los acusadores de Pinochet no exigían que se encarcelase a Fidel Castro, otro dictador con crímenes y víctimas en su conciencia.

A esa polémica se incorporaron los partidarios de una tercera visión del mundo que consideraban que no había que castigar al verdugo. Los partidarios de esa concepción eran enemigos de toda dictadura, tanto de la comunista como de la anticomunista. Eran, no obstante, conscientes de que las razones políticas chocaban con los argumentos jurídicos y, con frecuencia, también con las razones morales. Había que responder a la pregunta de qué era más moral: hacer justicia aunque surgiese el peligro de una nueva guerra civil u optar por la paz social renunciando a la justicia. Los partidarios de esa última concepción señalaban que tanto en Chile como en Polonia había que optar por la reconciliación. Ahora bien, la reconciliación y la amnistía no pueden imponer la amnesia. El entendimiento basado en el compromiso no tiene que acarrear por fuerza la falsificación de la historia ni la justificación de los crímenes. La pregunta principal era entonces: ¿quién justificaba los crímenes? ¿Los que dicen que es mejor aplicarle a Pinochet la amnistía que provocar un nuevo conflicto o aquellos que afirman que el general chileno no fue un criminal, sino un héroe de la cruzada anticomunista?

La polémica en torno al caso de Pinochet se relacionó también con el problema de los límites de la soberanía. ¿Quién tiene derecho a castigar al ex jefe del Estado chileno que entregó el poder por la vía de la negociación con la oposición y de la celebración de elecciones democráticas? ¿Quién tiene derecho a actuar por los chilenos para hacer un arreglo de cuentas con el pasado?

El problema de la soberanía se manifestó de manera brutal durante la intervención militar de la OTAN en Kosovo. Todos coincidían en la valoración negativa de Milosevic. Sin embargo, el bombardeo de las tropas serbias en Kosovo y de las ciudades serbias despertó una cruda polémica. Una considerable parte de la opinión pública no quería aceptar el derecho de la OTAN a intervenir en un asunto que definía como problema interno de Serbia. Los defensores de la injerencia sostenían que la soberanía de un Estado termina cuando ese Estado practica el genocidio. Los adversarios de la injerencia acusaron a sus partidarios de que con las consignas sobre la defensa de los derechos y libertades humanas lo único que se buscaba era encubrir una política imperialista.

Es cierto que efectivamente así solía ocurrir en el pasado. Es cierto también que en el conflicto de los Balcanes no hay inocentes. El nacionalismo contaminó a todas las etnias que habitan la zona y se manifestó en las guerras que se sucedieron en la región. Ahora bien, aunque no hemos olvidado a los serbios que fueron víctimas de las limpiezas étnicas en Croacia, en Bosnia y en Kosovo, tampoco olvidamos que fueron los propios serbios quienes se condenaron al darle el voto en elecciones democráticas a Milosevic y al respaldar su política que provocó tantos conflictos armados. La experiencia de los Balcanes demuestra que las víctimas se contagian también con el odio de los verdugos, con su mentalidad y su comportamiento. Hoy, el histérico nacionalismo albanés es un peligro no solamente para los enclaves serbios en Kosovo que son agredidos, sino también para los albaneses de mentes independientes que no quieren someterse a las consignas coreadas por las multitudes: "Kosovo, para los albaneses" y "fuera los serbios".

Ahora bien, ¿por qué se emplean dos raseros diferentes? ¿Por qué la comunidad internacional castiga a los serbios por actos mucho menos drásticos que los que comete Rusia en Chechenia? Algunos tratan de justificar la intervención indicando que la provocó la agresión de Basáyev a Daguestán, que en Chechenia puede repetirse el caso de Afganistán, país que, abandonado por los rusos, cayó en manos de los musulmanes más fanáticos, y que en el Cáucaso se multiplican los actos de terrorismo, los secuestros y los asesinatos. Esos argumentos, así como el espanto que sienten los dirigentes rusos ante el peligro de la desintegración de la Federación Rusa, no pueden justificar la masacre que se está llevando a cabo en Chechenia.

Hay que confesar con honestidad que, aunque no es cierto que Occidente guarda silencio, efectivamente se aplican dos raseros diferentes. La política internacional nunca fue una actividad de moralidad inmaculada, sino la búsqueda de un compromiso entre lo moral y lo posible. Las razones morales justifican plenamente la intervención humanitaria en Kosovo, una intervención que la realidad hizo posible. Otro es el caso de Rusia, porque nadie en el mundo se atrevería a hablarle con el lenguaje que utilizó la OTAN en Kosovo. Así pues, Occidente tiene un problema muy difícil: ¿respaldar la coja y corrupta democracia rusa o apoyar a sus enemigos étnicos, que quieren construir no solamente un Estado checheno independiente, sino un Estado islámico que sería un enemigo de Rusia.

Para los pueblos de Europa central y del este, la guerra de Chechenia es el aviso de que hay que hacer todo cuanto sea posible para que Rusia no busque en el lenguaje que emplea en Chechenia la solución de los conflictos naturales que pueda tener con sus vecinos, porque ése es el lenguaje de la muerte, también de los rusos.

La actitud frente a la política rusa en Chechenia sirvió de argumento en el debate sobre las sanciones de la Unión Europea contra Austria. El éxito electoral del Partido de la Libertad, de Jörg Haider, fue la piedra que provocó el alud. Austria se siente injustamente castigada. La democracia austriaca, una democracia opulenta, no se siente amenazada por Haider. ¿Por qué los austriacos no pueden votarle a Haider, si se permite a los franceses que le voten a Le Pen y a los italianos que formen Gobiernos con la participación del fascistoide de Fini? ¿Por qué les acepta que los comunistas franceses e italianos participen en las coaliciones gubernamentales en sus países, pero se rechaza que pueda hacer lo mismo el partido de Haider? ¿Europa se ha vuelto loca? ¿Por qué es tan condescendiente con Rusia y tan dura con Austria?

Esas preguntas son correctas, pero también pueden formularse otras: ¿no es Austria la que se ha vuelto loca? ¿Por qué los austriacos le dieron tantos votos a Haider? ¿Por qué la Democracia Cristiana formó coalición con ese político?

Con esas preguntas entramos en un terreno muy difícil y lleno de trampas. Durante 30 años, Austria estuvo gobernada por una coalición rojinegra que era una especie de partido único formado en teoría por dos agrupaciones políticas. Las elecciones eran en Austria democráticas, pero los austriacos nada podían cambiar. Los votos dados a Haider fueron votos de protesta contra la eterna coalición, votos a favor del cambio. Haider no es un nazi y no es el anuncio de una dictadura nazi. Es un político hábil, un populista y un manipulador. Austria quería el cambio y el partido de Haider resultó ser el único instrumento eficaz para conseguirlo. Pero ¿es un buen instrumento?

Hay países que, en ciertas materias, tienen derecho a menos que otros. Por ejemplo, Estados Unidos no puede consentir un lenguaje que recuerde la segregación racial. En Francia no está permitido burlarse del holocausto. En Polonia son inconcebibles las burlas de la religión católica y la utilización del antisemitismo como arma.

Austria también tiene derecho a menos, porque todos recordamos el escándalo que se armó en torno a Kurt Waldheim. Hay que admitir, pues, que Austria no debe tener complejos, pero sí tiene motivos para comportarse con mucha prudencia. Que no se olviden en Austria de que en ese país el nazismo no fue un fenómeno importado. Y ésa es precisamente la causa primaria de la hipersensibilidad de los políticos europeos, exagerada e injusta, pero previsible.

Queda la pregunta de por qué Occidente es menos condescendiente con Haider que con los comunistas o poscomunistas. Es cierto que Hitler y Stalin fueron criminales y que sus crímenes fueron comparables, pero no hay que olvidar que la Unión Europea nació de una realidad antifascista. Fue la derrota de Hitler la que dio vida a la idea de la integración europea. Nadie puede negar que los partidos comunistas formaron parte del frente antifascista. Además, tras la caída del comunismo soviético y la desintegración de la Unión Soviética, la ideología comunista es un cadáver bien muerto.

El caso de Haider ilustra muy bien los problemas que tiene Europa con su historia. Es también un aviso importante para todos los países del continente: los que votan a políticos que, como Haider, utilizan el lenguaje de la xenofobia, la demagogia y la condescendencia con el fascismo condenan a su Estado a ser despreciado por otros países democráticos y por las instituciones de la Unión Europea.

La democracia europea nace de dos premisas fundamentales, que son el respeto de los derechos humanos, basado en el parlamentarismo, y en el respeto de los derechos de todas las minorías, y la aceptación de la economía de mercado que genera la clase media, factor que garantiza la estabilidad social. Alguien dijo que el matrimonio de la democracia con la economía de mercado no nació del amor, sino del sentido común. Esos matrimonios suelen ser muy duraderos, aunque sin amor; es decir, sin valores, carecen de alma y de sentido. Ahora bien, el amor, los valores axiológicos, no pueden ser garantizados ni protegidos por el Código Penal.

Hemos comenzado un nuevo milenio liberados de la fe en que hay verdades absolutas y recetas perfectas. Tenemos fe, no obstante, en el orden democrático, aunque es inestable y siempre está en peligro. Tenemos fe en que podemos defender el orden democrático. Consideramos que el diálogo tiene más virtudes que la violencia, aunque esa última se esconda detrás de los argumentos más nobles.

Adam Michnik es director de Gazeta Wyborcza.

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