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¿Hacia dónde se dirige la ayuda española?

Son muchas las virtudes que se suelen atribuir al mercado, pero entre ellas no figura la de garantizar una equitativa distribución de la renta entre las regiones económicas. Antes bien, como argumentara Gunnar Myrdal, premio Nobel de Economía, las fuerzas del mercado tienden a alimentar una dinámica de polarización de la actividad inversora -una suerte de causación acumulativa-, que promueve la desigualdad entre los espacios económicos. En la base de esta dinámica están factores bien conocidos, como las economías externas, promotores de una cierta concentración de la actividad económica. Por ello, numerosos países añadieron a la acción redistributiva de su sistema fiscal la presencia de instrumentos específicos destinados a corregir las desigualdades regionales, estableciendo estímulos y ayudas para las áreas menos favorecidas. El Fondo de Compensación Interterritorial nació en España con esa función básica, y a ese mismo propósito se encaminan buena parte de las acciones estructurales (Fondos Estructurales y Fondos de Cohesión) de la Unión Europea. Pese a que las desigualdades en el mundo multiplican por mucho las vigentes en el seno de cualquier país, no existe un mecanismo corrector de este tipo a nivel internacional. No es extraño, por tanto, que las distancias entre las regiones situadas en los extremos del arco de la distribución de la renta mundial se acentúen, como nos recuerda el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).La ausencia de un mecanismo corrector a nivel internacional se pretendió suplir con la creación de algunos resortes de más limitada eficacia reasignativa, como es el caso de la ayuda internacional para el desarrollo. No obstante, la eficacia real de este instrumento queda notablemente menguada por la reducida dimensión de sus recursos y por el carácter dominantemente bilateral -y discrecional- de sus acciones. Con respecto al primero de los rasgos señalados, baste con apuntar que el total de los fondos que los donantes de la OCDE ponen a disposición de la AOD (ayuda oficial al desarrollo) -51.000 millones de dólares en 1998-, es sólo un 30% superior a lo que la Comisión tenía presupuestado el pasado año en acciones estructurales en el seno de la Unión Europea -en torno a 39.000 millones de dólares-. La desproporción existente entre ambas magnitudes se hace evidente si se tiene en cuenta que la población a la que se orienta la ayuda al desarrollo -algo más de 5.000 millones de personas- es 26 veces mayor que la potencial beneficiaria de las acciones estructurales comunitarias -en torno a 190 millones de personas-. No es extraño, por tanto, que en semejantes condiciones la capacidad correctora de la ayuda se torne escasamente perceptible.

Una limitación que se ve agravada por el segundo de los problemas citados: el carácter discrecional de la ayuda. En torno a las dos terceras partes de los fondos de la ayuda son gestionados directamente por los países donantes, que libremente deciden la cuantía de sus aportaciones, el tipo de acciones a realizar y sus eventuales beneficiarios. El otro tercio es gestionado a través de organismos internacionales, a partir de las aportaciones y cuotas que reciben de los países miembros. Esta configuración de la ayuda, con tan notable predominio de la acción bilateral, comporta costes en términos de eficacia agregada del sistema: permite la existencia de una notable disparidad en el esfuerzo financiero de los respectivos donantes, en modo alguno relacionado con el nivel de renta de cada cual, limita las posibilidades de una acción coordinada entre ellos, dificulta la presencia de un criterio objetivo de distribución de los recursos y, en fin, propicia que, en demasiadas ocasiones, la ayuda acabe sometida a las conveniencias del donante, más que orientada, como debiera, a satisfacer las necesidades del receptor. Sin duda, la eficacia del sistema se vería notablemente mejorada si tanto la captación como la asignación de los recursos se produjese de una forma concertada, a través de un compromiso multilateral solvente. Para quienes vivimos en un Estado descentralizado nos es fácil imaginar el despropósito que supondría la existencia de un sistema corrector de las desigualdades en el que cada uno de los territorios excedentarios decidiese libremente la cantidad y el destinatario de sus acciones redistributivas. Y tal es lo que sucede, sin embargo, en el sistema de ayuda internacional.

Dadas las características descritas, la eficacia redistributiva de la ayuda aparece condicionada no sólo por la magnitud de los recursos que moviliza -hoy claramente insuficientes-, sino también por el modo en que éstos se distribuyen entre los países. Será tanto mayor su capacidad correctora, por tanto, cuanto menores sean los usos indebidos que se hagan de sus fondos y cuanto más claramente se orienten a compensar la situación de los países más pobres, aquellos que tienen mayores necesidades y carencias.

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Pues bien, desde esta perspectiva, el análisis de la distribución de la ayuda española no deja excesivo espacio para la complacencia. Tres son los problemas básicos que se evidencian. En primer lugar, sobresale su elevado nivel de dispersión geográfica: en el último año, 1998, la cooperación española estaba operando en 103 países. Aun cuando la distribución entre países es desigual, se trata de un número a todas luces excesivo, dados los recursos y la capacidad de gestión del sistema. Tan elevada dispersión atenta contra la eficacia transformadora de la ayuda, incrementa los costes de su gestión y dificulta el control sobre la calidad de sus intervenciones, que terminan conformándose como un agregado de acciones de menor cuantía y de limitado impacto.

En segundo lugar, esta dispersión se ve agravada por la falta de acuerdo existente entre los criterios de asignación de los diversos instrumentos de la ayuda, particularmente entre los propios de la ayuda reembolsable (créditos FAD, básicamente) y los de la ayuda no reembolsable (donaciones). En la base de esta discrepancia está la descoordinación existente entre las instituciones responsables de la gestión de cada una de estas modalidades -Ministerio de Economía y Hacienda y Ministerio de Asuntos Exteriores, respectivamente-, un hecho bien conocido por cuantos operan en la cooperación española. La descoordinación mencionada tiene costes ciertos en términos de coherencia y eficacia del sistema, al dificultar la deseable complementariedad entre sus instrumentos. Al tiempo que explica que, en los últimos años, adquieran la condición de destacados receptores de ayuda, en virtud de su acceso a créditos FAD, países -como China, Pakistan e Indonesia, en Asia, o Djibuti, Ghana o Zimbabue, en África- que no parecen responder a criterios definidos de prioridad en términos de cooperación para el desarrollo. Es claro que no es posible exigir una plena simetría en la distribución de los diversos instrumentos de la ayuda, dada su heterogénea naturaleza, pero no cabe amplificar los grados de holgura existentes en su gestión hasta convertirlos en resortes plenamente independientes, como en la práctica hoy sucede. Tal proceder acabará por consolidar la configuración dual de la cooperación española, haciendo que en su seno coexistan, sin apenas relación, dos sistemas de gestión diferenciados. Los datos de los últimos seis años son notablemente reveladores: no existe correlación estadísticamente significativa alguna entre las distribuciones geográficas de la ayuda reembolsable y de la no reembolsable.

Por último, se aprecia en la cooperación española una inadecuada selección de los países principales receptores, que se expresa en el sesgo existente a favor de los países de renta intermedia y en contra de los más pobres. En concreto, hacia los primeros se dirige algo más de la mitad (el 52%) de los recursos: un porcentaje que es notablemente superior al que el promedio de la comunidad de donantes dedica a ese grupo de países (34%). Y, a la inversa, es notablemente más baja la cuota que los países más pobres representan en la ayuda española (16%), en relación a la media internacional (23%).

La anomalía a la que se alude se expresa también en términos de la ayuda per cápita. Las diferencias son notablemente significativas, ya que, en promedio, un ciudadano de un país de desarrollo intermedio recibe casi tres veces más recursos de la ayuda española que quien reside en un país situado en el estrato más bajo de renta. Las conclusiones que se derivan de este análisis son extensibles a las dos modalidades básicas de la ayuda -reembolsable y no reembolsable-, aun cuando sea la primera la que presenta el sesgo es más acusado. Esta anomalía en la distribución de recursos es, en parte, consecuencia de las prioridades regionales adoptadas por la política exterior española. El hecho de convertir en áreas preferentes a regiones como América Latina o Norte de África, compuestas dominantemente por países de renta intermedia, ayuda a explicar semejantes resultados.

En suma, la ayuda española necesita una profunda reorientación de sus prioridades geográficas si quiere incrementar sus grados de eficacia y contribuir más cabalmente a las tareas de redistribución internacional de la renta. Una reorientación que comporta, en primer lugar, una más nítida definición de países prioritarios, rompiendo con los niveles de dispersión precedentes. Para que tal esfuerzo selectivo sea eficaz, debe implicar al conjunto de los instrumentos e instituciones comprometidas en la ayuda: no cabe proseguir con los niveles de descoordinación actualmente vigentes. Para lo que parece necesario asumir, de una vez, una planificación estratégica de la ayuda, tal como la Ley de Cooperación prevé. Y, por último, es necesario otorgar una creciente atención a los países más pobres, corrigiendo el sesgo actual en la distribución de los recursos. Lo que debe suponer un cierto ajuste en el marco de preferencias regionales, para abrir mayor espacio a aquellas áreas -como el África subsahariana- donde mayores son los niveles de pobreza. Ello no quiere decir -o al menos no necesariamente- que se abandonen compromisos previos con áreas de interés, como América Latina, pero sí que la ayuda gravite sobre aquellos de sus países que tienen más baja renta, reservando para el resto mecanismos de cooperación internacional de naturaleza distinta a los propios de la AOD. Sólo de este modo se podrá hacer que la ayuda se centre en lo que constituye su finalidad más genuina: promover el desarrollo de los países más necesitados.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada y vocal del Consejo de Cooperación.

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