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Universidad

LUIS MANUEL RUIZ

Esta semana me he paseado por el Salón del Estudiante de Sevilla, y he podido comprobar que nada diferencia su ambiente venal y publicitario del que impera en las diferentes secciones de unos grandes almacenes. Las universidades ofrecen sus productos a golpes de carteles, hermosas azafatas de sonrisas dentífricas, bolígrafos y eslóganes, prometiendo al indefenso visitante librarle de su mediocridad intelectual o laboral. Pues es eso lo que se despacha en la Universidad, o lo que solía despacharse hasta este cambio de milenio que tan profundamente ha tambaleado los cimientos de tantas y tan venerables instituciones. Todo tiene que modernizarse, así que no hay reproche posible; todo debe ingresar en el foro de la imagen, tomar el vagón de Internet, sumarse a la farándula de las nuevas tecnologías, de modo que la sospecha que me despertaron tantas luces, perfumes y moquetas, ese deslumbramiento del burdel de postín, era por completo infundada.

Es preciso reconocer que las universidades en general y la Universidad en particular, en mayúscula y como organismo, necesitan de una vigorosa campaña de publicidad que las haga atractivas a los jóvenes de hoy, que siga disculpando su existencia y el lugar honorífico que todavía ocupan en las escalas de valores de muchos padres extemporáneos. El Salón del Estudiante se ha esforzado por presentar una universidad poderosa, efectiva, atrayente, destino natural del joven con inquietudes, donde rematar una carrera de aspiraciones de altos vuelos. Tanta ostentación revela, no obstante, que el suelo sobre el que se sustenta a día de hoy una institución tan vetusta pierde solidez por momentos.

Existen contundentes razones para discutir su continuidad. En primer lugar, su inutilidad laboral: el auge de empresas técnicas, altamente especializadas, con un limitado número de directivos, hace ociosos los conocimientos acumulados en cinco años de estudios, un plazo demasiado prolongado para obtener una suma de información deficiente y también obsoleta. La Filología, la Historia, la Filosofía son fábricas de virtuales desempleados. Además -y éste es otro punto en que se centra el debate-, sabemos que la universidad enseña cada vez menos, cuando no nada. Las protestas de los colectivos de estudiantes, que por fin parecen ir a cristalizar en una reforma del sistema, han venido desde hace tiempo denunciando la precariedad de los programas de las asignaturas, las enormes lagunas a las que los licenciados deben enfrentarse una vez concluida su formación, la ignorancia escandalosa de parte del profesorado. Y, en fin, también existe el peligro de que la puerilización general de la educación que ha fomentado la reciente LOGSE alcance a las facultades: convertidos los institutos en guarderías, uno se pregunta qué espera más allá del bachillerato. Es un hecho que las carencias con que los alumnos alcanzan la selectividad resultan abismales, aproximándose al analfabetismo puro y duro en muchos casos; la duda ahora consiste en desvelar si la universidad sabrá restañar la anorexia cultural de estos pobres adolescentes y nutrirá sus famélicos cerebros, o si, por contra, caerá también bajo la pedagogía de vanguardia y se dedicará al fomento de la estulticia. Quién sabe: lo que Natura no da, Salamanca no lo presta, y seguirá sin prestarlo por mucho tiempo.

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