Cuentos como tragos
El cuento ocupa un eje motor esencial (al menos en sentido bautismal: germen o fuente de desencadenamiento) de la gran narrativa estadounidense de este siglo, incluidas sus variantes más baratas y populares, como la llamada literatura pulp, desde la que (basta un nombre para zanjar la cuestión) escritores como Dashiell Hammett alcanzaron exquisiteces, prodigios de refinamiento, en lo relativo a la, muy compleja y enigmática, alquimia de la formalización del relato corto.Hay quien hace retroceder este rasgo medular de la narrativa norteamericana del siglo XX hasta las estrechuras fundacionales del siglo anterior, y en concreto hasta el humo de la pipa de opio de Washington Irving y los vapores de la garrafa de ginebra de Edgar Allan Poe. Lo cierto es que hay, disperso en decenas y decenas de volúmenes, un vasto esfuerzo biográfico y analítico que conviene en considerar el relato corto inundado de alcohol como la materia formalmente distintiva, la bandera o el estandarte de la identidad literaria de la escritura de un país (de Ambrose Bierce a Jack London, Ring Lardner, Capote, O´Henry y Raymond Carver, entre otros) y un tiempo donde Fitzgerald y Hemingway, que apenas se parecían entre sí ni como literatos ni como personas, ejercieron, de manera efímera pero intensa, una especie de función nacional totémica, identificadora de multitudes.
Remansos mentales
El aspecto de Hemingway y Scott Fitzgerald abría entre ambos una fosa de distancia tan rotunda e insalvable que hacía de ellos prototipos de gente inimaginable de ver embarcada en las mismas páginas o las mismas pasiones. Pero uno y otro amaban beber y escribir cuentos, y fundir ambas cosas hasta hacerlas un mismo gesto.
Alguien que se emborrachó con ellos solía contar que los dos eran conscientes de su inclinación a asociar la necesidad de beber con la de escribir relatos medidos con la oscura eternidad de una botella o con la inagotable brevedad de una copa. Ignacio Aldecoa, que enseñó a muchos aquí a leer desde dentro a estos escritores, sugirió (las conocía no de oídas, las vivió) algunas claves de entendimiento de los ritmos de despliegue y de aceleración del relato en los cuentos de Hemingway y Fitzgerald.
Y decía que era posible descifrar en sus escrituras la presencia subterránea, o entrelineada, del trago. O de los tragos, porque uno y otro bebían tal como escribían y como vivían, que era de forma muy diferente, por no decir opuesta. Paradójicamente, pues su aspecto apacible y atildado invita a imaginar lo contrario, Scott Fitzgerald bebía y escribía bajo el trago de forma convulsa, desordenada y anárquica, mientras el vitalista tosco y acelerado Hemingway, a la manera escondida de William Faulkner, escribía sus hachazos verbales cuando la borrachera le abría la puerta de un remanso mental de parsimoniosa elocuencia.
Babelia
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