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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Forajidos JORDI PUNTÍ

Esta es la historia de un álbum de cromos que estos días puede ser hojeado en Barcelona. Cuentan que los parajes de Córdoba, en la segunda mitad del siglo XIX, eran un nido de bandoleros. Luis Candelas, el Tempranillo o la partida de los Siete Niños de Écija sonaban como nombres míticos: es cierto que habían muerto jóvenes, sí, pero habían vivido mucho y deprisa. En el campo, con los latifundios, la cosa estaba mu mala, que diría Chiquito, y la leyenda de esos bandidos que habían escogido una vida al margen de la ley, llena de fabulosos golpes en los cortijos de media provincia y algunos amoríos furtivos, había espoleado a los más audaces (o desesperados) a buscarse compañía y lanzarse al monte. La Guardia Civil se veía superada, no daba abasto, y no era raro además que los Curro Jiménez de turno les burlaran con guasa y pitorreo. Entonces apareció Julián de Zugasti con sus novedades.Zugasti llegó a Córdoba hacia 1870, como gobernador civil, y muy pronto introdujo la fotografía policial. Era algo que en Francia llevaban haciendo durante 30 años, con resultados interesantes: todos aquellos malhechores que fueran apresados debían ser fotografiados de frente y de perfil. Curiosamente, la costumbre se ha mantenido hasta hoy en día, aunque no las intenciones; en aquellos tiempos, la frenología era el sistema más fiable para comprender los rasgos psicológicos de los delincuentes, y observadas con detenimiento, las fotografías de perfil permitían descubrir extrañas protuberancias craneales que explicarían ciertos comportamientos violentos. Pero la conducta de los bandoleros cordobeses debía de estar perfectamente definida, porque Zugasti obvió el perfil y mandó retratar a los bandidos sólo de frente, siempre a la misma distancia, y con un fondo neutro para resaltar -si cabe todavía más- la fuerza de esos rostros taimados. Se hicieron entonces reproducciones en un formato de tarjeta de visita, se escribieron al dorso el nombre y los lugares del bandolero, el alias si lo tenía, y se repartieron entre las parejas de la Guardia Civil, que con esmero las coleccionaban para cuando hiciesen falta: los bandidos eran listos y avispados y se escapaban con facilidad.

El contenido de uno de estos álbumes de maleantes, la colección de retratos policiales del archivo de Julián de Zugasti, puede ser contemplada ahora en la exposición Registros o tatuajes, que hasta el 19 de abril se exhibe en el marco de la Primavera Fotogràfica 2000. Son unas 70 fotografías de bandoleros, realizadas por J. H. de Tejada, las que cuelgan de las paredes de la Residència d'Investigadors del CSIC (en la calle de Egipciaques esquina a la del Hospital), y yo recomiendo ir a la exposición provisto de una lupa para no perderse los detalles. Esas caras situadas en la pared, como si fuesen el primer estadio de una instalación de Christian Boltanski, deben ser examinadas de cerca, lentamente, pues en sus rostros -algunos muy jóvenes, casi imberbes- y en su ropa arrugada quedaron impresos sus emociones, sus miedos y cavilaciones, la reacción y en cierta forma el descanso de quien al fin ha sido cazado. Uno puede intuir en esas fisonomías a los cabecillas de esos grupos salvajes, el gesto desafiador y la mirada de despecho hacia la cámara, el ceño fruncido como el del llamado José Raya, que mantiene en sus labios la colilla de un cigarrillo de picadura, o como Juan Palma, con sus agrestes patillas de Algarrobo y la impresión de estar meditando cómo escaparse dentro de cinco minutos. Los hay que ofrecen una expresión asustada -probablemente se encontraban ante una cámara por primera vez-, de no haber roto nunca un plato, como el barbudo Brígido Luque, natural de Cuevas Bajas y vecino de Antequera, del que sabemos sin embargo que era asesino y secuestrador -quién lo diría- y que "la Guardia Civil lo mató el 21 de septiembre de 1870 en el sitio llamado Cabrera del Conejo, término de Carpió".

Hay pocas mujeres, seis o siete, mujeres de armas tomar, entre ellas María Zafra Márquez, alias la Marimacho; también algunos bandidos casi viejos, cansados, de mirada perdida, como la de Juan Bautista Merino, de Santa Crucita: tocado con un pañuelo como las chicas, ay, más fashion que hoy en día, parece haberse abrochado el cuello de la camisa hace un instante, más por un extraño respeto a la situación que por coquetería.

Tras el cristal de la lupa, más próximos,aparecen de vez en cuando rostros descolocados, facciones en las que no se entrevé ni el forajido ni el delincuente. La mirada acuosa y triste de José Salguero, por ejemplo, podría ser la de un bohemio modernista amigo de Alejandro Sawa; Antonio Bravo Castillo, con su recta corbata negra y chaleco, podría ser un banquero acuciado por las deudas. Pero también está el exceso: Jerónimo Espinosa tiene una pinta tan rematadamente ruin y criminal que parece uno de esos sobreactuados rufianes de las películas de Charles Chaplin. Poco a poco observo a todos esos bandidos y me doy cuenta de que invento para ellos otras vidas más prodigiosas y novelescas de lo que en realidad debieron de ser: polvo y sudor, huida.

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