EX MATADOR DE TOROS "García Lorca tenía el presentimiento de que algo grave iba a ocurrir"
El 11 de agosto de 1934, en la plaza de Manzanares, Alfredo Corrochano estoqueó a Granadino, el toro que poco antes prendió de muerte a su amigo del alma Ignacio Sánchez Mejías. Corrochano pertenece a una generación irrepetible de toreros que tenían por compañeros de fiesta a poetas, que competían con ellos en el tentadero en construir metáforas y muchas veces fueron sus confidentes. La finca sevillana de Pino Montano, de los Sánchez Mejías, fue el principal escenario de aquella veladas memorables a las que fueron invitados muchos de los integrantes de la Generación del 27. Corrochano es uno de los últimos testigos de los fecundos años anteriores a la guerra civil. Su memoria es un asombroso entramado en el que se cruzan los nombres de artistas y creadores andaluces como Manuel Torre, Rafael Alberti, Fernando Villalón o Federico García Lorca.
Con Lorca, en el verano de 1936, Corrochano compartió el viaje desde Madrid, a bordo del Expreso de Andalucía, que lo condujo a la muerte. "García Lorca tenía el presentimiento de que algo grave le iba a ocurrir", recuerda el antiguo matador, que reside temporalmente en Granada.
Alfredito, como le conocían entonces, hijo del crítico taurino Gregorio Corrochano, toreó por primera vez una becerra por empeño de Alfonso XIII. "Los toreros tenían muy buenos contactos en todo el mundo: escritores, literatos, políticos. Yo toreé por primera vez a beneficio de la Ciudad Universitaria de Madrid. Toreaban cuatro matadores -Cagancho, Marcial, Algabeño y Belmonte- y cuatro estudiantes. El de bachiller era yo, un niño. Toreé por deseo del Rey. Ese verano me llevaron a Suiza para que se me quitaran los aires taurinos, pero ocurrió lo contrario".
"A Sánchez Mejías lo conocí muy joven, en 1925 o 1926. Quería que yo hiciera amistad con sus hijos, que sólo veían a banderilleros y mozos de espadas. Ignacio se desesperaba porque no quería que en su casa hubiera ambiente de toros. Pero cuando volvió de viaje me encontró a mí, en su casa, toreando y a sus hijos jugando al fútbol", recuerda divertido.
"En 1934, cuando Sánchez Mejías volvió a la fiesta, yo me estaba recuperando de una cogida y hacíamos la preparación física juntos, en el campo. Y venía Federico. Era un hombre encantador, de gran conversación, admirado por las mujeres. Estábamos toreando y conversando de cosas. A última hora hablamos de metáforas. Federico se reía mucho de lo que yo decía. Al día siguiente fuimos a torear. Nos acompañaba García Lorca. Le dí unos pases naturales a la vaquilla y un afarolado con los pies juntos y dije: 'Federico, esto es una metáfora'. Y él se reía entusiasmado".
"¿Por qué volvió a los toros? Ignacio fue un hombre que se cansó de gastar dinero. Al morir Joselito, Belmonte no tenía con quién torear y se pusieron de acuerdo. Pero Belmonte estaba más cuidado físicamente. Ignacio estaba demasiado gordo y la preparación fue dura: se ponía a cavar la tierra. Así era como entrenaba".
Por el escenario de la memoria de Alfredo Corrochano desfilan muchas siluetas conocidas. "¡Cómo no iba a conocer a Villalón! ¡Me sé de memoria sus romances! Lo conocí como poeta, como ganadero e incluso lo conocí como hipnotizador. En la feria de Sevilla Sánchez Mejías tenía una caseta clásica. Una madrugada tumbó a un tipo en el aire, sin nada debajo. Yo pensé que se iba a dar un batacazo, pero no, permaneció así, quieto".
"A Argentinita la conocí muy poco. Ignacio no la enseñaba nunca. Una sola noche cené con ellos. Fue su gran amor. Pero al mismo tiempo sentía un gran amor por su esposa, una gran dama a pesar de los pesares", recuerda Corrochano.
Pero la tragedia estaba a punto de tronchar aquel ambiente fraterno. Poco después de su regreso a los ruedos llegó la cita fatídica en Manzanares.
"La cogida fue ... tontamente. El toro no era malo", evoca todavía estremecido. "Cuando cogió la espada y la muleta fue a dar un pase en el estribo. El toro se venía un poco para adentro. El banderillero lo advirtió: 'Tenga cuidado, maestro, que el toro aprieta para adentro'. Lo cogió entre las tablas y le atravesó el muslo. Yo hice el quite. Cuando lo cogieron iba muerto".
Camino de Pontevedra
"Fui a verlo a la enfermería entre toro y toro. Dicen que las enfermerías están mal ahora. La de Manzanares tenía un bote de algodón, un cacharro de yodo y otro de agua. Y un médico muy simpático. '¿Cómo va eso?', le pregunté. 'No se preocupe', respondió Ignacio. Al día siguiente toreábamos ambos en Pontevedra. Yo dije de quedarme con él pero me animó a que siguiera a Pontevedra. 'Alfredo, si no vamos ninguno el empresario pierde la cabeza', me dijo. Estaba mal. Yo le ofrecí mi coche para que lo llevaran a Madrid, pero no, prefirieron mandar una ambulancia a Manzanares y luego de Manzanares a Madrid, a 50 grados. Aquello aceleró la muerte por gangrena".
La crispación que antecedió a la guerra civil afectó a todas las manifestaciones públicas, incluida la fiesta taurina. "La última vez que vi a Federico fue en el verano de 1936. Ambos tomamos en Madrid el Expreso de Andalucía. Yo iba a Baeza, a torear con un chico de Andalucía Baja que se llamaba Gallardo. Él, Federico, a Granada a morir. Pero no lo sabía. Sí tenía un presentimiento de que algo muy grave iba a ocurrir. En el viaje hablamos de Ignacio, de los toreros, de Pérez de Ayala. Me dijo: 'Esto se está poniendo muy mal. Por eso me voy de Madrid".
La guerra corrompió definitivamente aquel mundo rico y fraterno, incluido un modo de entender el toreo. "La guerra trastornó España. En 1936, en la víspera, ya era imposible torear. Recuerdo que fuimos a la feria de Zafra, con Domingo Ortega, con un encierro del Conde de la Corte. Por la tarde nos avisaron de que no había nadie en la plaza. '¿Suspendemos?', pregunté. 'No, toreamos'. Nos divertimos solos: la música y nosotros. Yo me retiré por una enfermedad crónica de los bronquios. Mi última corrida, aquel año, en Madrid fue tremenda. ¡Tuve que salir con la espada en la mano! ¡Nos mataban! Todo estaba dividido. Una pena".
"El toreo de posguerra fue distinto por una razón: también habían muerto los toros. A mí me mataron una ganadería entera, en la provincia de Jaén. La había comprado con 18 años. Me costó mil pesetas por cabeza, con las que usted no compra hoy ni un cordero", calcula con un punto de añoranza.
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