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Culpas del pasado

En un texto sorprendente por su rigor intelectual, la Comisión Teológica Internacional escribe que la identificación de las culpas del pasado implica, para la Iglesia, "un correcto juicio histórico que sea también en su raíz una valoración teológica. Es necesario preguntarse ¿qué es lo que realmente ha sucedido? ¿Qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho?". Evitando los lugares comunes, la Comisión establece una secuencia interna entre la liberación de la conciencia personal y común, la valoración renovada de los hechos históricos, el reconocimiento de la culpa y la apertura de un camino real de reconciliación.Este documento es de 7 de marzo, tal vez demasiado reciente y largo en exceso para que la máxima autoridad de la Iglesia española, el cardenal Antonio María Rouco, lo haya leído. Pues es el caso que en su discurso de apertura de la LXXIV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, Rouco considera que no es justo ni oportuno entrar en juicios históricos sobre la guerra civil. No podía haber elegido mejor expresión para mostrar a las claras una actitud frontalmente en contra no ya del espíritu sino de la letra del singular documento que ha permitido a Juan Pablo II pedir para la Iglesia el perdón por algunas de sus culpas del pasado.

Al eludir un "juicio histórico" sobre la guerra, Rouco aspira a elevar a la Iglesia española hasta algún lugar situado entre quienes glorifican aquellos hechos y quienes acusan de "sostener el régimen político implantado por los vencedores". La Iglesia busca ilusoriamente un lugar intermedio que le permita reclamar para sí el papel de "instrumento de reconciliación y de paz". No purifica su memoria, no libera su conciencia individual ni común, no valora histórica ni teológicamente los acontecimientos, no reconoce su culpa, sólo aspira a ser instrumento de reconciliación. Pero precisamente para serlo, habría sido necesario entrar a fondo en la historia, aclarar, como pide la Comisión, qué ha sucedido, "qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho".

Rouco podría haberse informado sin dificultad acerca de todo lo dicho y hecho por la Iglesia en los años 30 y 40. Podría saber lo que significaron, en el nivel de lo dicho, las pastorales de guerra escritas por el primado de España y sus hermanos en el episcopado. Un lenguaje de exterminio de la anti-España impregna cada una de sus páginas. Lenguaje que no quedó en mera palabra: como la Iglesia no se limitó a sostener a los vencedores, sino que fue ella misma vencedora, dispuso de suficiente poder para pasar de lo dicho a lo hecho. Para asomarse a este segundo abismo, Rouco podía releer Grandes cementerios bajo la luna, testimonio abrumador de Georges Bernanos, un católico francés, nada rojo por cierto sino cercano a Action Française.

¿Por qué Rouco no quiere saber nada de lo dicho ni de lo hecho por la Iglesia? ¿Por qué esa distancia entre su discurso y el texto de la Comisión Internacional? Pues porque la Iglesia española anda poseída de un frenesí de canonizaciones de quienes "dieron su vida por Cristo en los trágicos acontecimientos de la guerra civil". La Iglesia se niega a entrar en juicios históricos acerca de lo que ella misma dijo e hizo antes, durante y después de la guerra y rechaza la idea de pedir perdón por haber llenado de sustancia católica a un régimen que arrastró hasta el paredón a más de 50.000 españoles una vez la guerra terminada. Nada de eso importa; sólo importa la canonización de los suyos. Para no estropear las ceremonias futuras, la Iglesia mira selectivamente a un pasado en el que ella misma fue víctima a la par que verdugo.

El pasado de la Iglesia -se dice en Memoria y Reconciliación- estructura en amplia medida su presente. La Iglesia española, al recordar del pasado sólo lo que le conviene, al traficar con los muertos de su propio bando, no purifica su memoria ni está autorizada a presentarse como instrumento de paz y de reconciliación. Sigue presa todavía de las culpas del pasado.

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