Reyes electos
Salvo alguna sorpresa, los peruanos elegirán de nuevo presidente a Alberto Fujimori el sábado 9 de abril. No es descartable, ciertamente, un ballotage o una segunda vuelta entre el mandatario saliente y su temerario retador, Alejandro Toledo, pero aun esta derrota inesperada y provisional de Fujimori no pareciera poder alterar el desenlace: que el "Chino" presida los destinos de la nación andina hasta el 2015 -si su salud se mantiene-; es decir, durante quince años. De poco habrán servido las protestas desde Washington hasta sectores de las Fuerzas Armadas, las denuncias de fraude, el millón de firmas falsificadas para registrar su candidatura, las repetidas, fútiles y justas quejas de la oposición por el uso ilegítimo del aparato del Estado para asegurar la reelección... Fujimori cabalga de nuevo, y por mucho tiempo.Ahora bien, más allá de los innegables atropellos a la institucionalidad democrática, lo interesante del caso peruano tal vez yace en la recurrencia de un comportamiento antiguo, viejo ya de más de un siglo, en América Latina. Es cierto que en todas partes se cuecen habas: Helmut Kohl duró dieciséis años como canciller alemán, François Mitterrand residió catorce años en el palacio del Elíseo y Felipe González encabezó el Gobierno español durante trece años, y ni siquiera vale la pena recordar los otros inolvidables ejemplos ibéricos: Francisco Franco y Antonio de Oliveira Salazar. Pero la proclividad latinomericana por la permanencia en el poder reviste ciertas peculiaridades y no puede ser asimilada a determinados y excepcionales casos europeos. Más aún, la perplejidad provocada por la tendencia latina consiste justamente en su falta de excepcionalidad, o, si se prefiere, en la persistencia, en un nuevo contexto democrático, de un patrón de conducta ya secular en América Latina.
Y es que los latinoamericanos casi inventamos los eternos reinados no-monárquicos, empezando, por supuesto, en el siglo pasado. Abundan los ejemplos desde Rosas hasta Porfirio Díaz, que tuvo la singular suerte de ver transitar su dictadura de un siglo a otro: sus treinta y cinco años en el poder, si no en la presidencia de México, duraron de 1876 hasta 1911, y con algo de suerte y sensatez se habrían podido prolongar poco más. En el siglo XX se generalizó la predilección -y el talento para consumarla- por la sempiterna estancia en el poder, ahora autoritaria a ultranza, ahora benigna y hasta caricatural en su autoritarismo. El actual detentor del récord abarca ya los siglos XX y XXI: Fidel Castro, que, como todo pequeño colega de Elián González bien sabe, lleva cuarenta y un años en el poder y carece por completo de cualquier intención de abreviar su periodo.
Pero otros se han acercado a las metas alcanzadas por Fidel y sus esfuerzos no son despreciables: Alfredo Stroessner, en Paraguay, se mantuvo en el poder durante treinta y cinco años; Juan Vicente Gómez llegó a la presidencia de Venezuela en 1909, y allí murió en 1935; Getulio Vargas, a veces electo, a veces no, capitaneó el rumbo de la nación brasileña desde 1930 hasta su suicidio en el palacio de Catete en 1954; Rafael Leónidas Trujillo condujo el triste destino de la República Dominicana durante treinta y un años. Y si sumamos a otras glorias continentales, como la dinastía de los Somoza, "Papa Doc" Duvalier, José María Velasco Ibarra en el Ecuador, Pinochet en Chile y el PRI en México, comprobamos que la lista y los años de continuidad son largos, casi interminables.
Las razones también lo son. Desde el porfiriato en México, y en casi todos los casos citados, las sociedades latinomericanas víctimas de esta tenaz persecución del poder perenne no fueron tan reacias o adversas ante su aparente desgracia. Después de años de inestabilidad, caos, desorden, golpes, pronunciamientos, insurrecciones, ejecuciones, asesinatos, retroceso económico y fragmentación social, los pueblos de América Latina aceptaron un remedio doloroso pero eficaz ante un dilema para el cual, obviamente, no poseían otra solución: cómo contender por y transferir el poder de manera regular, pacífica y de preferencia democrática. En ausencia de respuestas adecuadas, mejor resolver el problema borrándolo: el poder no se transfiere, se conserva. Los motivos tanto del embrollo como de la salida son conocidos: es mucho poder el que estaba (está) de por medio; no fue (no ha sido) posible construir las instituciones, los procedimientos, las costumbres o la cultura política indispensables para atacar este mal secular de tantos en tantas latitudes, ya que la desigualdad latinoamericana daba (da) al traste con intentos liberales, republicanos, democráticos y ordenados, y las élites regionales concentraban un grado tal de poder económico que el poder político resultaba inseparable del primero. Para los aspirantes, los riesgos de perecer perdiendo el poder o sucumbiendo en la lucha por el mismo parecían -con toda razón- infinitos; para los vencedores se antojaba irresistible la tentación de liquidar a los vencidos antes de que dieran vuelta a la tortilla.
El tema ha obsesionado a políticos, politólogos, historiadores y sobre todo a excelsos novelistas, por definición los mejores analistas de fenómenos de tan singular complejidad. No en balde, algunas de las grandes obras literarias del último siglo -desde la Sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, hasta El otoño del patriarca y Yo el Supremo, de García Márquez y Roa Bastos, respectivamente- se han centrado en el estudio, la descripción y el misterio de la contienda despiadada por conquistar y conservar un poder latinoamericano sin límite. La fascinación no cesa: la última novela de Mario Vargas Llosa, La fiesta del Chivo, no es sólo una narración minuto por minuto del día en que la CIA y varios agraviados y resentidos conspiradores asesinaron a Trujillo en la ciudad que en aquella época portaba su nombre, sino que también ofrece, en ocasiones con ironía involuntaria, una explicación perceptiva de por qué los dominicanos aceptaron la tiranía del Chivo durante treinta y un años.
De tal suerte que la pasión latinoamericana por perpetuar el poder propio no se limita a un fenómeno superficial, pasajero, condenado a desaparecer conforme los países de la región se modernizan, se democratizan, se globalizan. Al contrario: la mejor prueba de la obstinada persistencia de la tendencia reside justamente en su resurgimiento, en un nuevo contexto, bajo nuevas formas. En años recientes, varios presidentes en funciones de América Latina han intentado la reelección; todos aquellos que lograron inscribirse en la boleta han visto coronados de éxito sus esfuerzos.
El propio Fujimori fue reelecto en 1995, así como Carlos Menem en la Argentina; este último lo intentó de nuevo el año pasado, y muchos protagonistas de la política argentina pensaron que, de haber podido presentar su candidatura, el presidente presuntamente peronista hubiera triunfado, como lo hizo Fernando Henrique Cardoso en 1998. Un intento fallido y enigmático -el de Carlos Salinas en México en 1994- perdió por una nariz; Hugo Chávez ha organizado tan bien sus asuntos -con una Constitución tallada a la medida- que puede permanecer trece años en el poder, si logra librar el primer escollo que le ha presentado su antiguo compañero de armas Francisco Arias Cárdenas en las elecciones presidenciales del mes de mayo.
A nadie debe extrañar este desempeño de los salientes. En cualquier país resulta difícil derrotar a un mandatario en funciones; la inercia, el aura del poder, el aparato, prácticamente imposibilitan una derrota, salvo en condiciones catastróficas (Jimmy Carter, en 1980) o de franco hastío (Felipe González, en 1995). Pero en América Latina, donde la separación entre Estado y Gobierno, el clientelismo, la manipulación de los medios de comunicación y la intimidación y el hostigamiento de los adversarios es de otra magnitud, la dificultad se torna extrema. Por eso, quizás, el tradicional y desubicado liberalismo latinoamericano procuró siempre desterrar la reelección, con éxito relativo: se prohibía la reconducción democrática, sustituyéndola el golpe de Estado o el poder tras el trono.
Es una mala idea la reelección, pero, obviamente, a los presidentes y a los votantes -tanto los más como los menos libres- les agrada. Ahora sólo falta que Fujimori cambie de parecer y se presente de nuevo en el 2005, junto con Menem y Chávez: un tercio de reyes electos por el sufragio universal.
Jorge Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México
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