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Crítica:DANZA - 'SOUL', DE JOAQUÍN CORTÉSSoul Dirección y coreografía: Joaquín Cortés. Música: Jesús Bola y Diego Carrasco. Arreglos: J. Cortés y Juan Parrilla. Vestuario: Giorgio Armani. Luces: Juanjo Beloqui. Teatro Coliseum. Madrid, 5 de abril.
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Los botos blancos de Escudero

Pues sí. Hay un estilo Joaquín Cortés, depurado, personal. Su espectáculo es un verdadero musical de gran calado, casi impecable en lo técnico (a pesar de un telón de fondo abierto en pabellón de manera doméstica y de unos farolillos minimalistas demasiado caseros), que reposa todo el tiempo sobre la eficacia y responsabilidad de sus botos de baile, que cuando se vuelven blancos son los de Vicente Escudero (existe un filme histórico). Desde el vallisoletano, nadie ha marcado tan fuertemente el baile viril español hasta Cortés. Quizá no siente escuela, pero hay un antes y un después.Ahora Joaquín Cortés aparece en escena muy esmerado, su baile está más limpio que nunca, es preciso y precioso, geométrico. No valen para él los topicazos de siempre (que si jondura, que si solera, que si duende, esas cosas). Mejor. Su danza es nueva en sentido estético, y en lo formal, virtuosa. Sabe lo que hace. Va derecho a su menester de gran solista con energía sobrada y un control corporal que le permite hasta bandear una bata de cola prolongación simbólica de su anterior Pasión, una desinencia que en sus poses se vuelve escultura, a veces de amargo reclamo antiguo, con belleza dramática, que es lo que perseguía: evocación de las grandes divas de antaño, un perfume interior, sagrado.

Armani

Giorgio Armani también ha mejorado lo suyo en estos trajes; se nota la experiencia, pues la ropa de baile tiene sus reglas (recientemente dio otro recital de costura teatral para John Neumeir en Hamburgo), y aquí borda líneas, favorece encuadres, da con el color un acento solemne y adecuado del grana al blanco.

Cortés se permite ironías con el mundo del toreo, lo hace sin exceso, y luego regala un baile de banderillas que trae mucho poso (a señalar, las boleras herencia de Pericet, las poses de quite, las cunas rapidísimas: una delicia de danza vernácula llevada al futuro). Hubo un número de acento neogótico, tan actual, con levita a un viento terral que salía del público. Los números del cuerpo de baile están bien concebidos. No quieren sentar cátedra coréutica, sino que cumplen su cometido coral de arropamiento, y las 11 muchachas están sembradas, pues allí se les exige concierto y canon, compás y aire.

El espectáculo crece por sí solo en su intención, un recital que encadena el baile protagonista hasta llegar al final: La Habana de los treinta. Se sueña con la foto de Evans del mulato chuleta callejero de impecable blanco. Armani viste a todos de riguroso Obbatalá; ni los calcetines se libran del nuclear inmaculado, como debe ser en el santo, y así, bolero criollo y guanguancó negro calientan el fin de fiesta. No se olvidan, sin embargo, el martinete inicial, tan seco y fuerte; la soleá llevada al extremo... Todo lo que quiera hacer, en su baile, puede. Y será polémico como lo fue Escudero. Es parte del valor, es parte del virtuosismo.

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