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Audiencia Supernacional.

Andrés Ortega

¿Para qué hace falta un Tribunal Penal Internacional (TPI), si tenemos a la Audiencia Nacional? Sin duda la pregunta es exagerada, pero cuando tras el caso argentino, el chileno, llega el guatemalteco, y se anuncian los de El Salvador y Bolivia, junto con la defensa de la justicia, no cabe ignorar los costes políticos del efecto demostración del caso Pinochet, por otra parte imparable. Matutes dijo hace tiempo que ningún país puede soportar el convertirse en justiciero universal. Algo habrá que hacer. Evidentemente que a la Audiencia Nacional le ampara el derecho, en una nueva situación de globalización o reticularización judicial, sobre la base, no totalmente firme, de la red tupida por la legislación española y los acuerdos internacionales y la jurisprudencia que ha generado el caso, desde los Lores al Supremo en España.En este avance de la justicia universal, sería deseable que hubiera una legalidad supernacional operativa. Pero su mejor plasmación, el TPI, tardará en nacer (sin EE UU ni China, entre otros), y además, no tendrá carácter retroactivo, es decir, no podrá juzgar crímenes anteriores. Entretanto, y dada la receptividad del derecho español y de la Audiencia Nacional -y la falta de garantías judiciales en países como Guatemala, como se acaba de demostrar cuando la denuncia presentada por Rioberta Menchú en España se ha vuelto contra ella ante la justicia guatemalteca-, la institución española, sin ser la única, corre el riesgo de convertirse en un sucedáneo del TPI, en un Tribunal Universal sobre los Derechos Humanos, especializada, además, en casos latinoamericanos, y no todos, claro. Y si el derecho está de parte de la Audiencia Nacional, también hay que ser conscientes de los riesgos, entre otros, de que llegue una avalancha de demandas contra dictadores de todo género. Eso no sería en sí malo si logra hacer avanzar la causa contra la impunidad de los que han cometido crímenes contra la humanidad. Pero, de momento, ha dado pocos resultados prácticos.

El problema, una vez más, es para España como Estado. Pues de él forman parte tanto el poder ejecutivo, y el legislativo que han aprobado las leyes y ratificado los tratados que han situado a España en esa posición, como el judicial que los aplica. Y es un problema, no sólo por los efectos en el sentido de Comunidad Iberoamericana o las relaciones entre Madrid y Washington, u otros intereses, como las inversiones en América Latina, sino, ante todo, porque este país, a través de su Gobierno y en ocasiones su Parlamento, ha avalado y fomentado procesos de transición en algunos países de América Latina, basados en el realismo y en su propia experiencia. Pasó en Chile -en la Embajada de España se fraguó en parte la transición chilena-; ocurrió con Guatemala (donde sin embargo se sigue matando a gente, y no cabe hablar siquiera de transición) y con otros países en el llamado Proceso de Contadora. España no entró ni dejó de entrar en cuestiones de amnistía o impunidad. Pero resulta difícil de entender que, como Estado, por un lado avale unas transiciones y por otra persiga sus carencias. Pero quizás el problema mayor, y el que importa, al cabo, es para los propios países afectados. No es seguro -la impresión varió según momentos, y sigue variando- que el caso Pinochet haya contribuido a la transición chilena hacia una democracia plena y no tutelada, aunque sí a dejar por los suelos la imagen del exdictador.

El mundo ha cambiado de sistema, con el nacimiento de una globalización judicial que rompe esquemas anteriores. Pero aún es un mundo caótico, sin reglas claras, por construir. Y en el torbellino, una institución como la Audiencia Nacional se convierte en Audiencia Supernacional, cuando no estaba pensada para ello. Pero también debe ser porque ahora nos creemos que somos los buenos, o al menos que podemos resolver entuertos ajenos presentes e incluso pasados, y que si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará.

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