El destello inolvidable RAFAEL ARGULLOL
Una noticia aparecida hace pocos días en un rincón perdido del periódico me ha dado a entender, una vez más, la escasa relación que a menudo se observa entre los actos decisivos, los actores implicados y los acontecimientos históricos. En el pequeño recuadro periodístico se informaba de la muerte en Florida de Tom Ferebee, el hombre que accionó la palanca del bombardero Enola Gay para dejar caer la primera bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945: 12 breves líneas eran, en apariencia, muy poco para dejar constancia de alguien que -involuntariamente o no- había tenido una intervención tan contundente en la historia moderna.Sabemos, por testimonio propio, lo que pensó el principal responsable científico de la construcción de la bomba. Cuando el físico Robert Oppenheimer vio por primera vez el Gran Hongo sobre el desierto de Nuevo México se acordó de unos versos del Bhagavad Gita: "Me he convertido en la muerte, la destructora de mundos". También poseemos recuerdos de otros testigos de aquel amanecer. Por lo general, estos privilegiados espectadores del escalofrío tienen en común la sensación de haberse quedado sin palabras para describir algo que parecía proceder de otro universo: "un calor no terrenal", "una especie de aurora como jamás se había visto", "una luz que no era de este mundo". La crónica de este experimento sin precedentes es una mezcla de horror y admiración, de orgullo científico y pánico casi teológico. Hay plena constancia de la percepción trágica que pronto embargó a algunos de los principales investigadores nucleares, encabezados por el mismo Oppenheimer.
Sabemos mucho menos de lo concerniente a los actores ciegos, a los asesinos pasivos, a esos soldados que a bordo del Enola Gay transportaban al nuevo dios de la muerte desde el desierto hasta el otro lado del Pacífico. Si los físicos de vanguardia que construyeron la bomba tenían borrosas previsiones sobre su alcance, todavía es más dudoso que los militares que iban a ejercer de sacrificadores tuvieran una idea cierta de la magnitud del sacrificio. Encerrados en el ángel exterminador de acero, cumplían órdenes superiores e ignoramos qué eficacia tuvo en sus conciencias este argumento negro e inexorable que aplasta a algunos valientes y justifica a tantos cobardes.
Nada sé sobre lo que pasó por la mente de Tom Ferebee el día de su acto decisivo, ni tampoco sobre lo que pudo pasar luego hasta su reciente fallecimiento a los 81 años. Pero su muerte me ha hecho recordar a uno de sus compañeros, Paul Tibbets, piloto del Enola Gay, quizá también actor involuntario del drama y, tal vez como compensación, voluntario protagonista de una singular farsa. En octubre de 1976, 30 años después de la explosión de Hiroshima, Fibbets fue la estrella de un gran espectáculo aéreo en el cielo de Tejas. Al mando de un aparato B-29 recién restaurado y ante la mirada expectante de miles de espectadores su misión especial fue repetir la hazaña llevada a cabo tres décadas antes. Los explosivos proporcionados por el ejército consiguieron el resto y una voluminosa nube en forma de hongo imitó admirablemente la silueta del Gran Hongo.
Que el acto de Hiroshima se recluyera y representara en este circo -culminación cósmica del de Buffalo Bill- nos ayuda a comprender la capacidad humana para descargar lo terrible en lo grotesco y, asimismo, para exorcizar impúdicamente los demonios de la memoria. Nada añade, sin embargo, a nuestro conocimiento sobre el estado de conciencia de Paul Tibbets. Quizá él mismo se prestaba a ser el maestro grotesco de su propio horror o la retorcida máscara de un recuerdo perpetuo; quizá, mientras volaba de nuevo, no pensaba en nada, o se identificaba simplemente con el ruido.
Si sabemos poco de la conciencia de los sacrificadores, lo que sabemos de los sacrificados, de las víctimas, se ha ido perdiendo lentamente en la verdad neblinosa de los viejos mitos. Los supervivientes agnósticos, o los mejor informados, no pudieron dar crédito en un principio a la procedencia increíblemente humana de aquel sol negro que arrasaba las ciudades. Para los creyentes en dioses fue más simple puesto que, en su imaginación, aquella catástrofe era sin duda la consecuencia de una inimaginable venganza divina.
Unos y otros quedaron aferrados a lo que llamaron frecuentemente el destello inolvidable. Nada, desde luego, podía ser como antes; y no sólo por la ingente destrucción física, psicológica, moral, sino porque aquel sacrificio, al igual que todos los grandes sacrificios, había inaugurado una época nueva. Así lo reflejan numerosas poesías y pinturas sobre el destello inolvidable realizadas por los hibakusha, los supervivientes afectados por la bomba.
Después de todo, quizá Tom Ferebee fuera un buen hombre, o un pobre diablo, que tuvo la mala fortuna de ser la mano que empuñaba el cuchillo que tantos contribuyeron a afilar.
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