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Tribuna:20 AÑOS DE PARLAMENTO VASCO
Tribuna
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La misma obra de siempre

No puedo atribuirme la objetividad de la distancia, ni siquiera el sesgo que proporciona la evocación nostálgica. Aunque físicamente fuera de él desde 1988, nunca he podido alejarme de la primera de las preocupaciones vitales de nuestra democracia: la situación del País Vasco. Y tampoco he querido hacerlo. Demasiadas razones, afectivas, familiares, personales, políticas, me han hecho sentir el paso de los días, de los avances y de los retrocesos, en la apasionante tarea de construir la paz y una democracia simplemente normal en la tierra que me vió nacer y crecer.Pero si ha de hacerse el balance de estos veinte años de afanes, alegrías y tristezas, el saldo no resulta demasiado positivo. No lo es, desde luego, en lo más fundamental, lo que ya era urgente cuando las instituciones derivadas del Estatuto de Gernika iniciaron su andadura: erradicar la violencia y el terrorismo como instrumentos decisivos o condicionantes de las decisiones democráticas de los ciudadanos. Un objetivo que todavía no hemos logrado como acreditan, tristemente, cerca de un millar de personas cruel y absurdamente asesinadas.

El Estatuto de Autonomía, aprobado en referéndum por la sociedad vasca, era el punto de encuentro de las dos visiones mayoritarias existentes: la nacionalista y la no nacionalista. Quienes lo defendimos, el PNV, el PSE (PSOE), la UCD, EE, trabajamos para su aprobación frente a quienes, minoritarios entonces como ahora, negaban cualquier legitimidad a las instituciones de la democracia española, ETA y HB. E iniciamos colectivamente un camino en el que le correspondió al PNV el liderazgo social y político de la sociedad vasca.

Lo tuvieron todo o casi todo. Por sus votos y por la prima de confianza que la sociedad en su conjunto y los diferentes Gobiernos de España otorgaron al PNV. Con ese bagaje, construyeron un país institucional a la medida de sus intereses y ampliaron sin cuento su influencia en la propia sociedad vasca. Desde los símbolos de la autonomía, hasta la famosa ley de territorios históricos, pasando por las leyes educativas y la articulación de la Hacienda, casi todas las instituciones de los años ochenta se tiñeron de colores nacionalistas. Se pensaba entonces, resignadamente, que ese precio era no sólo el debido a la mayoría política que representaba el nacionalismo en el Parlamento sino también el pagado por la contribución esperada del nacionalismo democrático a la normalización política y la erradicación de la violencia. Por este camino, se afirmaba con convicción, las instituciones políticas surgidas de la Constitución Española de 1978 acabarían por legitimarse frente a quienes les negaban toda legitimidad.

La verdad es que el resultado institucional del Estatuto ha sido espléndido, si se mide en términos de autogobierno. Tan espléndido que la preocupación por su desarrollo había caído ya a los lugares más bajos entre las prioridades sociales expresadas por los ciudadanos en los años noventa. Sin embargo, el principal problema que aquejaba a los vascos desde las postrimerías del franquismo, el terrorismo, apenas veía reducirse el horizonte previsible para su definitiva erradicación.

Los primeros años de las instituciones democráticas vascas estuvieron marcados por una polémica que, con acentos renovados, todavía continúa. La sociedad y los partidos políticos aparecían divididos entre los partidarios de las medidas políticas para acabar con el terrorismo y los partidarios de las medidas policiales. La verdad es que nadie negaba realmente la necesidad del avance político, tanto si se miraba en dirección a los terroristas como si se atendían las demandas de los demócratas de cualquier pelaje y condición. Por el contrario, resultaba más cierto que quienes negaban su apoyo a la lucha policial contra el crimen encontraban para ello buenos pretextos, que aparecían inevitablemente trufados de consideraciones políticas. Al fin y al cabo, la democracia española surgida de los votos necesitaba legitimarse por el ejercicio de gobierno y el respeto al Estado de Derecho. Y esto requería no sólo acierto, sino tiempo.

El hito decisivo en este terreno se produjo tras el asesinato del teniente coronel Díaz Arcocha, superintendente de la Policía Autónoma. Para mi sorpresa, lo que había sido imposible acordar entre nacionalistas y socialistas durante largos años y tras múltiples intentos, se hizo realidad con ocasión de la Declaración Institucional del Parlamento vasco. El portavoz nacionalista Iñigo Aguirre y yo mismo, en nombre de los socialistas, suscribimos una declaración que acabó por el momento con la polémica sobre el fundamento político del terrorismo y el dilema de las medidas políticas y policiales. Se había hecho el milagro de mezclar el agua y el aceite. La violencia, el terrorismo, no podía argüir ningún título para alterar la voluntad democrática de los ciudadanos ni las instituciones derivadas del Estatuto de Gernika. Por el momento.

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Ajuria-Enea vino inmediatamente después, tomando como pie lo que ya estaba dicho en aquella declaración del Parlamento vasco. Y durante algún tiempo, el más intenso y continuo en el avance contra el terrorismo y en la eliminación de complicidades sociales y políticas hacia el mismo, vivimos el espejismo de pensar que la política no estaría ya condicionada por la fuerza del terror. Fue el período de las coaliciones políticas y hasta el de un cierto mestizaje en la vida política vasca.

Si evoco lo anterior no es con la intención de la añoranza , tan propia de la efemérides, sino con la de reseñar su significación para el futuro en momentos de tanto desasosiego como los que vivimos. Ahora que nacionalistas y no nacionalistas han abandonado la común andadura democrática de los años anteriores. Ahora que nuestras respectivas visiones han acreditado toda su potencial capacidad separadora de la sociedad vasca. Ahora que se pone de manifiesto que el principal polo de discrepancia entre unos y otros tiene el mismo objeto de siempre: el terrorismo. Ahora que sigue pareciendo tan absurdo en términos democráticos como lo era hace veinte años la división social en torno a la violencia y sus remedios.

Porque antes se discrepaba sobre la conveniencia de apoyar las medidas policiales mientras no se produjera el desarrollo político del Estatuto. Ahora , tras Estella, ni siquiera hay que pararse ya a defender el Estatuto. Ninguneado por los nacionalistas que lo defendieron con nosotros, no se encuentra mejor huída hacia adelante que proponer su renegociación, un nuevo "encaje" del País Vasco en España. De nuevo, supongo, con el argumento político de convencer a los que matan para que no lo hagan. ¿Qué importa que veinte años de historia hayan desmentido la fuerza del argumento? Pero, ¿acaso podría haber otro que se expresara en público y resultara respetable?

No. Me temo que no hemos avanzado mucho en lo fundamental. Sobre algunas cuestiones parece no pasar el tiempo. Es verdad que lo menos relevante cambia de modo radical. Pero, veinte años después, tiene uno la sensación de participar en el mismo debate que antaño. Eso sí, con distintas palabras y algunos nuevos actores. Que representan, lamentablemente, la misma obra de siempre, a la vista del éxito alcanzado de crítica y público.

Juan Manuel Eguiagaray fue diputado del PSE en el Parlamento vasco entre 1980 y 1988.

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