La deuda eterna
El pasado día 12 de marzo, coincidiendo con las elecciones generales, se llevó a cabo en muchos lugares una consulta simbólica -que continuará en próximos días allá donde por diversas circunstancias no pudo realizarse- pidiendo la opinión de la ciudadanía sobre la condonación de la deuda externa contraída con el Estado español por parte de muchos países pobres. Se trata de una iniciativa enmarcada en la campaña Deuda externa, ¿deuda eterna? organizada por varios cientos de ONG e instituciones diversas de todos los rincones de España.El problema de la deuda externa, que ahoga las economías de no pocos países del mundo, explotó hace ya casi dos décadas, cuando México declaró una moratoria en el pago de los intereses de la misma. Los préstamos concedidos a bajo interés se convirtieron de pronto en impagables cuando, como consecuencia de la política económica puesta en marcha por el entonces presidente Reagan, los tipos subieron bruscamente. Si endeudarse había sido una operación inteligente, el cambio en las condiciones económicas convirtió la deuda en una carga insoportable. La crisis estaba servida y para muchos países comenzaba un calvario del que aún no han logrado salir.
Como ocurre en el ámbito de la vida privada, la importancia de la deuda es siempre una cuestión relativa. Depende de lo que la misma represente para el acreedor y para el deudor. Si uno debe cinco millones de pesetas, es claro que tiene un problema con el banco. Ahora bien, si lo que debe son 5.000 millones, entonces es el banco quien tiene planteado el problema con uno. Estas mismas consideraciones fueron las que marcaron la estrategia de la banca internacional para intentar cobrar la deuda durante los años 80.
El problema con mayúsculas se llamaba Brasil, México, Argentina o Venezuela. Estos países, los grandes deudores, podían poner en un serio peligro la estabilidad del sistema financiero internacional y, por ello, fueron objeto de especial atención a la hora de renegociar las condiciones del endeudamiento. Y aunque el peso de la deuda sigue condicionando la vida económica y social de estos países, la misma, ya no constituye la amenaza de otros momentos para la banca acreedora.
En estas condiciones, el problema de la deuda externa de los países más pobres y con economías de menor tamaño ya no puede ni siquiera plantearse en el marco de estrategias más amplias de solución global al problema. La deuda de estos países no es un tema que preocupe a la banca internacional, pues ya no puede poner en peligro la estabilidad del sistema financiero. Además la mayoría de la misma -caso de los países africanos- está contraída con gobiernos y no con la banca privada. La condonación de la deuda de los países más pobres, reclamada en el simbólico plebiscito del 12 de marzo, no representa ya, para los acreedores, un problema económico, sino que constituye una cuestión de voluntad política. Ya sólo sirve para apretar más la soga en el cuello de quienes la sufren. Las últimas graves inundaciones de Mozambique han puesto de manifiesto la rapidez con que puede plantearse la condonación de buena parte de la deuda cuando existe voluntad para ello. Ahora bien, no deja de resultar dramático que tengan que morir bajo las aguas miles de personas para que los gobiernos occidentales decidan abordar en positivo un problema que está condicionando el desarrollo a medio plazo de millones de personas.
La no toma en consideración de medidas más audaces en esa dirección no puede achacarse a problemas de orden técnico o económico. Cuando países importantes de cara a los mercados mundiales, como México o algunos del sudeste asiático, han atravesado por graves crisis, rápidamente se han puesto en marcha complicadas operaciones de ingeniería financiera y planes de salvamento para evitar males mayores. El problema de muchos países africanos es que su deuda es lo suficientemente pequeña como no para preocupar demasiado a los acreedores y, a la vez, tan grande que socava cualquier posibilidad de desarrollo a medio plazo, convirtiéndose en una deuda eterna.
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