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Cartas

Leí el otro día en este periódico que la madrileña sala Finarte iba a subastar dos cartas de Federico García Lorca dirigidas a José Bergamín. Los precios de salida eran, respectivamente, de dos millones y un millón de pesetas. No me pareció ni poco ni mucho, si bien el contenido y extensión de la más barata de esas cartas, me resultaron por lo menos llamativos. El texto rezaba así: "Querido Pepe: he estado a verte y creo que volveré mañana. Abrazos de Federico". Son catorce palabras justas y ninguna de ellas rebasa el nivel de un escrito absolutamente neutro que sólo puede tener el interés accesorio de ser una autógrafo. Hay personas que aprecian mucho esta clase de recuerdos, que se desviven con pasión desmedida por conseguir alguna muestra de esas variantes literarias del fetichismo. No es que les alabe el gusto, pero naturalmente tampoco tengo nada que objetar.A los dos días de esta noticia, apareció otra anunciando que las dos cartas en cuestión habían sido vendidas por 2,5 y 1,5 millones, es decir, por algo más de lo previsto. Una transacción ciertamente curiosa. La carta a que he referido se vendió, en números redondos, a razón de 107.143 pesetas la palabra, aunque supongo que el precio de la firma sería muy superior, por ejemplo, al de la preposición "a" o al de la conjunción "y". Pero unas con otras han completado ese millón y medio. La primera de esas misivas está fechada en 1927, año generacional clave, y la segunda en 1936, fecha del asesinato de García Lorca y del horror bélico que acabó haciendo de Bergamín uno de los más conmovedores paradigmas del exilio.

Ignoro quién decidió vender esas cartas en pública subasta ni qué coleccionista pujó por ellas. Tampoco me importa nada saberlo, qué más da. Pero los hechos consumados sí me sugieren alguna desabrida reflexión. Yo frecuenté a Bergamín a poco de regresar de uno de sus largos destierros, cuando vivía como un "peregrino en su patria", en un ático adecuadamente situado frente a la alegoría real del Palacio de Oriente, acosado con saña por los cancerberos del franquismo. La suya seguía siendo una vida difícil, de una admirable integridad ideológica, dignísima y humilde. Fue por entonces cuando acuñó una frase lapidaria: "Estoy vivo porque no tengo donde caerme muerto". La confesión podía tildarse de ingeniosa, pero era sencillamente atroz.

Resulta más bien disparatado, de una injusticia casi perversa, comprobar lo que se ha pagado ahora por un papel que perteneció a un hombre que "no tenía donde caerse muerto". Sin duda que esas cosas ocurren a cada paso, incluso con una notoria multiplicación de inclemencias. Pero eso no merma su significación como reverso inmerecido de una experiencia vital. Bergamín, que gustaba de llamarse a sí mismo póstumo, fue seguramente el escritor de más fértil talento que yo he conocido. Y las cartas ahora vendidas, habrían supuesto desde luego una buena oportunidad para que Bergamín, en su condición de póstumo, se hubiese sacado de la manga un aforismo, entre despiadado y sarcástico, sobre las tratadas de su propio destino. Seguro que habría sido otra lección ejemplar.

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