¿Por quién votar?
La carrera a la Presidencia de la hiperpotencia ha quedado prácticamente despejada: en noviembre se habrá de elegir entre Al Gore y George W. Bush. Quien ocupe la Casa Blanca (además de quienes manden en un Congreso díscolo) influirá de forma importante en el resto del mundo, y desde luego de España y de Europa. Pero a los europeos, o a otros, no les dejan votar en las primarias; ni siquiera participar en el concurso de belleza, sin consecuencias prácticas que tuvo lugar el martes pasado en California, ganado holgadamente por Gore (34%), por delante de Bush (29%) y de un McCain que demostró guardar tirón (24%) aunque no efectividad.Una de las disfunciones de la globalización es que la política, y la democracia, siguen siendo un asunto, esencialmente, local. Este localismo tiene efectos externos, sobre todo cuando estamos hablando de la mayor potencia del mundo: una de las razones para el rápido ingreso de Polonia, Hungría y la República Checa en la OTAN fue la voluntad de Clinton, en la anterior campaña, de satisfacer al electorado estadounidense de origen polaco. Pero ni siquiera los poderosos lobbies consiguen siempre lo que quieren. Eso que se llama la política exterior de EE UU es, a menudo, resultado de un cúmulo de decisiones y procesos más bien caóticos. Y de todas formas la globalización no es igual vista desde EE UU que desde Europa. Se vea como se vea, la otra cara de esta misma moneda es que, en las campañas electorales, de política, o acción, exterior se habla poco, pese a que, en teoría, es ahora cuando más cuenta. Pero ni en Estados Unidos, en lo que va de primarias, ni en la campaña para las elecciones generales de ayer en España -salvo, y mínimamente, el caso Pinochet- se ha entrado seriamente a hablar de política exterior. Es como si se hubiera arrinconado esa cuestión, por evitar una confrontación al respecto, o porque, simplemente, se piense que no interesa al público. Los programas electorales en España han sido muy parcos en esta materia. Y sin embargo, en este terreno hay mucho en juego para este país. Incluso resulta una paradoja que España, con su política exterior, sí haya participado de alguna forma en la campaña estadounidense con el rápido cambio de posición que supuso la aceptación española del ingreso de Israel en el Grupo de Europa Occidental y Otros (WEO) en la ONU (a Israel no le admitían los países musulmanes en su grupo geográfico natural, el asiático), tanto que la Casa Blanca atribuyó a Al Gore. ¿Lo utilizó Washington por sorpresa sin avisar a España? Todo indica que así fue.
Junto con preocupantes sombras de un imposible aislacionismo, o un muy posible unilateralismo y proteccionismo, en EE UU, los únicos dos temas exteriores que han surgido en esta campaña han sido la visión de China -ya comentada y muy negativa por parte de Bush- y las relaciones con Rusia (entre otras razones por la guerra de Chechenia). Europa parece ausente del debate en EE UU, salvo la pizca de sal que ha puesto en este plato vacío la sugerencia, rechazada por la propia interesada, de que la secretaria de Estado, Madeleine Albright, fuera candidata a la Presidencia de su país de origen, la República Checa.
En todo caso, si la dejaran, ¿por quién votaría Europa? Posiblemente la integración europea hubiera recibido un acicate de una presidencia de John McCain o de Bill Bradley, pues al distanciarse más de la UE y de la OTAN hubieran, quizás, obligado más a los europeos a tomar su destino en sus propias manos. En materia exterior el equipo y la política exterior de Gore no ha de diferenciarse mucho de los de Clinton. Y en el equipo de un Bush ignoto y aún ignorante en este campo están algunos buenos expertos que asesoraron a su padre. En principio Gore defiende unos valores más cercanos a los europeos, frente al conservadurismo de un Bush ardiente defensor de la pena de muerte. Pero en cuanto a efectos exteriores, la novedad para la política exterior de EEUU sería que la Casa Blanca y el Capitolio estuvieran en el mismo campo político.
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