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El factor psicológico

Todo el mundo tiene sus preferencias en cuanto a comidas y gustos, y la mayoría de las veces depende de muchos factores, generalmente más psicológicos que físicos. Se ha dicho muy certeramente que cambiar de gustos culinarios es más difícil que cambiar de religión. Mucha gente rechaza un producto que nunca ha probado. Son innumerables los ejemplos a nivel mundial.Cuando un extranjero visita por primera vez el País Vasco, sin referencia alguna de sus tradiciones culinarias, indefectiblemente se horroriza ante dos platos: las angulas, que le recuerdan a una gusanera, y los chipirones en su tinta, que al sorprendido comensal le parecen una pringosa marea negra. Una vez que supera el trauma de probarlos, más del 90% convierte estos platos en citas de obligado cumplimiento cada vez que se asoman a este país.

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Lo mismo nos sucede a nosotros en otras latitudes. Se siente una repugnacia inicial casi insuperable ante unos gusanos de Magüey o unos típicos saltamontes fritos de Méjico, ante unos ojos de cordero que nadan desafiantes en el arroz -plato exquisito de ciertos países de Oriente Próximo- o ante la propuesta de un estofado de perro o de serpiente.

El cocinero debe tener siempre en cuenta este factor psicológico y cultural del comensal. Por ello, muchas veces se rompe la cabeza al redactar las cartas en las que tiene que compaginar las preferencias de sus clientes, presas de sus hábitos culinarios, con los puntos artísticos y creativos de su cocina. En muchas cartas, para evitar este rechazo, se sustituye el nombre de algunos productos con el fin de que determinados platos tengan una salida comercial. Ejemplos hay muchos y significativos. Sin ir más lejos, en el restaurante Arzak, del enunciado de una creación deliciosa de pasta fresca rellena de morros de ternera se eliminó la palabra "morros" y se utilizó tan sólo el término "ternera"; de este modo, un plato que pasaba desapercibido comenzó a venderse como churros. Otro remedio infalible es colocar la palabra bogavante en cualquier ensalada, caldo u otro plato. El efecto es mágico.

Recientemente era constatable uno de los casos más llamativos en este sentido. En el restaurante Rodero de Pamplona, un plato extraordinario surgido de la fértil imaginación de Koldo Rodero, consistente en un lomo de merluza con una insuperable crema ahumada de guisantes, se acompaña de unas sensacionales tripas de bacalao. Pero este último ingrediente ha sido astutamente denominado en carta, de una forma muy poética, "rizos gelatinosos de bacalao", para evitar la espantada de los comensales. Resultado, un éxito total.

Pero si hay un ejemplo que ilustra acerca del factor psicológico en las cosas del comer es una célebre anécdota de fines de siglo XIX en el madrileño restaurante Lhardy. Como es sabido, los callos a la madrileña han sido y siguen siendo el timbre de gloria de esta casa, un condumio de taberna elevado a los altares de la cocina más encopetada. Se cuenta que, en pleno apogeo de este restaurante, que tiene también pastelería, frecuentaba la misma un personaje de alcurnia aficionado a los callos.

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Parece ser que al viejo Agustín Lhardy, propietario entonces del establecimiento,le hacía rabiar enormemente el referido personaje, como cuenta el célebre cocinero Ángel Muro: "Una tarde que andaba Lhardy atareado en la preparación de una suntuosa comida, el amigo le dijo: 'Mire usted, Lhardy: con tanta farsa de salsas Perigord y financiera, y barrigoule, y esos perfectos [traducción literal de los helados parfaits] al café, no es usted capaz, ni uno solo de sus cocineros tampoco, de guisar callos como los hacen ahí cerca, en una taberna de la calle del Pozo'. '¡A que sí!' '¡A que no!' 'Apuesto veinte botellas de champán Roederer', añadió Lhardy. 'Van', dijo el vejete. 'El domingo haré que traigan aquí los callos que yo habré encargado y usted presentará los hechos en su casa'. Y así se despidieron hasta el domingo".

"Llegó por fin el día prefijado, y en torno a una mesa estaban ocho personas, constituidas en jurado, esperando la llegada de los callos de las dos distintas procedencias. Sirviéronse, en cazuela de barro de Alcorcón los del amigo de la casa y los de Lhardy, en espléndida tartera de plata. Los jurados comieron de los dos platos, y por unanimidad se otorgó el premio al guiso de la taberna. 'Muy bien', dijo Lhardy. 'Beberemos champán, pero yo no pago la apuesta, porque si se concede un premio a los callos del señor, hay que conceder otro igual a los míos'. '¿Cómo es eso?', gritaron. 'Pues sencillamente, como van ustedes a oír. Cuando estipulamos nuestra apuesta el otro día, yo no me cuidé para nada en mi casa de callos ni de caracoles', siguió diciendo Lhardy. 'Me fui a la taberna de la calle del Pozo y le dije al amo: Cuando hagas unos callos, que vendrán a encargarte para el domingo próximo, haces doble cantidad, que la mitad la pago yo. De casa vendrán a buscarlos, y te ruego que guardes el secreto. Con que, señores míos, unos y otros callos son iguales, gemelitos, guisados en la misma cazuela. Y ahora ¿qué dicen ustedes?' Corrido quedó el jurado y por poco se le indigesta el manjar al anciano que nada o tan poco sabía distinguir".

Esta anécdota pone en entredicho la objetividad de muchos que pontifican sobre la cocina. De aquellos que viven de recuerdos infantiles. De todos los que anteponen sus gustos personales a la variedad y originalidad de un plato. Pero, sobre todo, de esos que van con un cliché estereotipado, para bien o para mal, y cuya ceguera preconcebida no les deja ver un palmo más allá de sus narices.

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