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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Una dedicatoria, por favor JORDI PUNTÍ

Ayer por la tarde, a esa hora en que el domingo se vuelve melancólico y las salas de baile de la ciudad se llenan de solterones y divorciados cincuentones, cerró sus puertas la 18ª edición de la Setmana del Llibre en Català que los libreros celebran cada año en las Reials Drassanes de Barcelona. Uno de los libreros en cuestión, que atendía las consultas de los visitantes, comentaba por la mañana que este año las ventas se habían mantenido, aunque quizá hubiese acudido menos gente -"la inoportuna inauguración el pasado jueves de la Casa del Llibre podría ser una explicación", decía-, y aseguraba orgulloso que con los años la feria se ha convertido en una cita obligada para lectores y autores. Tras visitarla, uno se da cuenta de que la Setmana actúa como antesala de lo que va a ser el Sant Jordi, a un mes vista: los editores sacan a la luz a sus autores, y los lectores empiezan a familiarizarse ya con esos rostros que van tomando posiciones para copar las listas de más vendidos en el día del libro. A su vez, en las antípodas de esa actualidad, la feria de les Drassanes tiene un carácter de Descarregada. Las descarregades son esos mercados improvisados de antigüedades (ya sean trastos, oportunidades u objetos de coleccionista) que en algunos pueblos, generalmente en domingo, llevan a cabo anticuarios y brocanters. Guiados por esta misma feliz e impagable filosofía, los distribuidores y libreros trasladan a las Drassanes el fondo de todos los libros en catalán catalogados, y con una cierta paciencia uno puede encontrar, al lado de una ingente obra de carácter local -topografías, memorias, estudios-, auténticas perlas que las duras inclemencias del mercado editorial enterraron demasiado pronto. Ayer, un rápido repaso a los anaqueles me permitió redescubrir las ediciones de libros como Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, La mort s'adreça a l'arquebisbe, de Willa Cather, o los Contes per a una màquina d'escriure, de Gianni Rodari, por poner sólo tres ejemplos memorables.Para calibrar mejor esa cuenta atrás hacia el Sant Jordi que supone la feria, uno tiene que visitarla especialmente los fines de semana, pues es entonces cuando se reúnen todos los autores para entregarse -unos más que otros, todo hay que decirlo- a ese juego, a veces siniestro, que es la firma y dedicatoria de libros. Ayer por la mañana a la hora del aperitivo, los organizadores lo habían preparado todo para que la sana competición entre colegas del gremio resultase un buen espectáculo. Detrás de unas mesas dispuestas en forma de rectángulo, en el centro de la sala, una veintena de escritores empezaron a firmar sus libros. Poco a poco los lectores se fueron acercando tímidamente a sus autores preferidos, con el libro en la mano, y muy pronto se vio que los triunfadores serían justamente los cuatro autores situados en los extremos del rectángulo -supongo que gracias a una estrategia de los organizadores para evitar aglomeraciones-.

Eran cuatro estilos. Josep Maria Espinàs no paraba quieto ni un momento: levantándose del asiento, saludando a sus fans, dedicaba ejemplares de todos sus libros, pero sobre todo de su novísimo (y hermoso) A peu del País Basc. Bizkaia. En el otro extremo, Jesús Moncada se lo tomaba con más paciencia y lentamente, con trazo seguro, escribía largas dedicatorias para sus lectores de los cuentos de Calaveres atònites, incluyendo como regalo divertidas caricaturas de los personajes del libro. Detrás de Moncada, se encontraba el escritor con más experiencia en estos menesteres: Joaquim Carbó, un hombre que ha visto pasar a un sinfín de generaciones de lectores juveniles; con pin reivindicativo de la revista Cavall fort en la solapa, Carbó puede firmar ejemplares de todos sus títulos, pues para ellos no pasan los años. Finalmente, en el otro extremo del cuadrilátero, Isabel-Clara Simó trabajaba frente a su arsenal de libros publicados; junto a su reciente último título, T'imagines la vida sense ell? (con una cubierta, por cierto, misteriosamente parecida al Guadalajara de Quim Monzó), esperaban pacientes todas sus mujeres -la Nati y la Raquel, la Júlia y la Salvatge, incluso la Isabel-, y también su marido, atento a la jugada, que con cada libro dedicado grababa una muesca en la mesa.

A la sombra de los grandes popes, en zona UEFA, también hacían sus pinitos otros autores. En el ínterin entre dos dedicatorias, había quien se aburría un poco y bostezaba, o quien mataba el rato consultando un horario de trenes. También, de vez en cuando, se practicaba una cierta tolerada endogamia: tú me firmas el tuyo y yo te firmo el mío. Ramon Solsona firmaba ejemplares de su No tornarem mai més mientras conversaba con su editor Jaume Vallcorba y confesaba que eso de firmar libros no le entusiasmaba; Carles Capdevila, el autor del exitoso Criatura i companyia, predicaba con el ejemplo y tenía a sus hijos correteando disfrazados por la feria (uno de payaso, la otra de Noche); Andreu Martín charlaba elocuente con todo el mundo; Jordi Mata conversaba con Martí Domínguez, y el doctor Fabià Estapé, anunciada presencia estelar, no apareció.

Entre firma y firma se hicieron las dos de la tarde, y entonces, como si una campana imaginaria hubiera sonado, los autores guardaron la estilográfica y fueron desapareciendo poco a poco y en silencio, misión cumplida. Afuera, en la calle, el aire olía a paella marinera y la autoestima lo agradecía.

Joan Guerrero

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