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Las hojas muertas

JAVIER MINA

No sé cuántos recordarán a un hombre cuyo perfil iba siempre ornado de una sempiterna colilla que le colgaba de la comisura. No sé cuántos se habrán dejado arrastrar por sus poemas a veces duros como el adoquín de los barrios por los que le gustaba callejear, a veces tiernos como esas hojas muertas que en su fragilidad esquiva y volandera llevaban inscritos los amores que fueron. No sé cuántos le recordarán guionista de alguna película negra y de otras matizadas por el blanco donde era cuestión de amores adolescentes, de niños y paraísos. No sé cuántos seguirán escuchando ciertas canciones sin saber que son música añadida a sus versos. No sé cuántos habrán percibido ya el aire de París que rodeaba como una escafandra de Gauloises, tal vez Gitanes, a Jacques Prévert, pero se cumplen cien años de la fecha de su nacimiento. No sé cuánto, pero adivino que le habría hecho muy poco feliz verse aniversariado. Porque odiaba los obeliscos y la naftalina inherente a los fastos oficiales, los pendones y las patrias, todo cuanto oliera a filisteísmo y relumbrón burgués.

Lo suyo eran los bordillos de las aceras y los canalones de los tejados donde, en Francia, parece que hay gatos -les chats de gouttière-, también el zinc de las barras de bar de barrio y los reverberos, los pupitres de la escuela donde el tarugo todavía no era un fracasado escolar, y el beso de esos enamorados que en forma de fotografías recogían por las calles sus amigos Doisneau y Boubat. Pero también las injusticias y los poderosos contra quienes por alto que estuvieran como Dios o por tiempo que llevaran cosidos al infortunio de las gentes, como Franco o Salazar, elevaba sus pullas emponzoñadas de humor, que es el veneno que no soporta ningún recalcitrante. Por eso supongo que esta época de tripas amargas y rictus congelados también le habría movido a risa. ¿Cómo no iba a carcajearse con las perlas que producimos cada día? Para empezar ahí está ese Gobierno que gobernando cree estar en la oposición y, además de hacer huelgas contra sí mismo, tiene como dogma la intocabilidad al predicar que es malo para la sociedad meterse con él pues aunque acepte con boca pequeña la crítica -en abstracto y de buena fe- excomulga fulminantemente a quien la exprese porque siempre cabe achacarle la peor fe.

Esto se debe a que, lo admitan o no, viven al socaire de unos líderes proclives a la descalificación. En cuanto alguien les expone alguna verdad con argumentos lo meten en la nómina de la T.I.A con Mortadelo y Filemón y le atribuyen complots sin cuento, ambiciones de poder y cuentas en Suiza, seguramente porque no saben a cuánto va pagada la línea de periódico ni sospechan que se puedan decir cosas sólo por vergüenza propia aun a riesgo de verse tachado de linchador y arrojado por ello al foso de los leones pirómanos. Acostumbrados a pensar en tribu no admiten que pueda haber espíritus solitarios, acostumbrados a no pensar se eximen de cualquier argumentación, pero, eso sí, siempre se verán a sí mismos como víctimas aunque sea a costa de retorcer las evidencias. Invocan la crispación cuando quienes no pueden aguantar más se deciden a pisarles el recinto sagrado de la calle, ¿tendrán que seguir acaso tragándose las amenazas, las vejaciones y la muerte? Y cuando llaman al diálogo es para que el otro diga lo mismo o permanezca mudo.

Sí, aunque no lo parezca hay motivo de risa en toda esa mostrenquez elevada al cubo. No sé cuántos habrán podido percibir entre las volutas de tabaco las risotadas de Prévert cuando advierte a los cabezas de familia de que ya pasó el tiempo en que "daban sus hijos a la patria como se echaba pan a las palomas", o cuando exalta la vida que nada tiene que hacer de banderas ni blasones pues basta con ver a los señoriales negros que por entonces barrían las calles parisinas para "comprender que en cualquier parte del mundo un asta de escoba es un utensilio más útil que cualquier mango de bandera". No sé cuántos, pero seguro que muchos habrán llegado hasta Prévert a partir del reguero de sus colillas aciduladas.

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