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Magia negra

ESPIDO FREIRE

El País Vasco ha sido, tradicionalmente, un lugar de brujas. El propio Julio Caro Baroja se disculpaba por la parte que le correpondiera en el resurgimiento del interés por las brujas. Creía que se había prestado al tema un interés que no casaba con su importancia histórica o antropológica.

Pero las brujas existieron, o, lo que es lo mismo, la gente creía que existían. Su poder radicaba, precisamente, en lo no dicho, en lo no vivido. No se podía ofender a las sorgiñas, o el ganado enfermaba, los niños morían, los hombres perdían la vida. Se arruinaban las cosechas, y lo que era peor, la fama del lugar quedaba inequívocamente unida al estigma de la hechicería. En la delicada situación que durante siglo vivieron estas tierras, atraer la atención de la Inquisición, es decir, de la Iglesia y los poderes españoles, o las iras francesas, donde se produjeron las más sangrientas cazas de brujas, era lo último que se podía desear.

La vaga ideología de las brujas causaba estragos entre los más jóvenes, niños y niñas, entre hombres y mujeres de la más variada condición y entre los mismos estamentos eclesiásticos. Nadie, fuera de buen grado o amenazados, parecía ser capaz de resistirse a la libertad y el poder que suponía ser brujo. Cuando la cosa iba a más, y algún renegado denunciaba reuniones clandestinas y planes maléficos, el Santo Oficio enviaba a sus hombres. Algunos persiguieron a las brujas con saña y sin atenerse a razones. Otros, como Juan de Zumárraga, se esforzaron por distinguir la realidad de la fantasía. Y más allá de los Pirineos el ejemplo del radical Pierre de Lancre planeaba en los momentos de mayor conflicto.

Porque las epidemias de brujería desaparecían por un tiempo únicamente para resurgir con mayor fuerza; en ocasiones la paz perduraba uno ó dos años, pero las brujas regresaban. Nada parecía suficiente para terminar con ellas: ni el fuego, ni la violencia, ni la convicción. Para el pueblo simbolizaban el mal más antiguo y profundo, los miedos más tremendos.

Zugarramurdi, el proceso más conocido a la brujería vasca, supuso un antes y un después: la Inquisición se juzgó a sí misma por irregularidades. En su empeño por terminar como fuera con el mal, de raíz, sin concesiones, se tuvieron en cuenta confesiones arrancadas mediante la tortura, testimonios sin contrastar y datos confusos. La Inquisición pagó caro su error, por el cual varias brujas murieron debido a los malos tratos en prisión, y otras tantas en la hoguera. Desde entonces se mostraron más cautos, y poco a poco el escepticismo y el raciocinio tuvieron un mayor peso en los juicios.

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Con el tiempo la imagen de las brujas cambió; se habló de ellas como de las perpetuadoras de las tradiciones vascas, las defensoras de unas creencias y unas formas de vida precristianas que habían sobrevivido ante el empuje castellano. Se habló de psicosis colectiva, de acusaciones personales, de pequeñas vengazas y rencillas que conducían a la muerte a inocentes. Se habló de motivaciones políticas, de enfrentamientos entre los partidarios de los reyes navarros y Carlos I; la Inquisición se mostraban muy reacia a intervenir en Guipuzcoa, territorio foral ya en aquella época. Algo sin embargo es claro: muchas personas murieron convencidas de haber sido víctimas de brujería. Algunas brujas murieron reconciliadas, otras satisfechas de sus presuntos hechos. España, y lo que ahora se considera País Vasco, incluido Iparralde y Navarra, vivían aterrorizados por las brujas.

Qué poco ha cambiado todo. Qué pocos cambios introducen los siglos. Se siguen dando muertes, amenazas, torturas, motivos políticos para justificar intervenciones o pasividad y asesinatos diversos tras tiempos que parecían de paz. Se dan juicios que provocan profundas insatisfacciones y se aduce la identidad de un pueblo para perpetuar el terror, el miedo y la violencia. No han cambiado los motivos ni los lugares. Sólo la cifra del siglo, unos cuantos nombres y las crueles, las inexcusables, las omnipresentes muertes.

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