La furia del Sol
El pasado 17 de febrero se produjo en el Sol una gigantesca erupción, una llamarada que envió al espacio millones de toneladas de partículas cargadas y un intenso fogonazo de rayos X y ultravioleta. La ingente masa de partículas cargadas alcanzaron la Tierra tres días después provocando una intensa tormenta magnética en las capas altas de la atmósfera. Antes, apenas ocho minutos después de la erupción, la ráfaga de radiación X y ultravioleta hacía que la parte externa de la atmósfera se calentara y expandiera.Los efectos más notables desde la superficie terrestre fueron algunas alteraciones en las telecomunicaciones y vistosas auroras boreales. Una semana antes se había producido otra erupción semejante y otra más a principios de mes.
Estas muestras de violencia no han cogido a los astrónomos por sorpresa. Son la manifestación más típica de las épocas de mayor actividad solar y este año se encuentra entre ellas. Nuestra estrella es ciclotímica y pasa por etapas de buen humor y relativa calma y por otras de violencia incontenible en las que cambia de tamaño y de aspecto y sufre explosiones de una potencia inimaginable (equivalentes a miles de millones de bombas nucleares) en las que lanza gigantescas bolas de materia incandescente, hechas de gas ionizado cuya temperatura supera el millón de grados, que cruzan el espacio provocando tormentas electromagnéticas al impactar con la atmósfera. Además, el viento solar, un flujo continuo de partículas ionizadas que emite el Sol en todas direcciones y que también altera el campo geomagnético, incrementa su densidad y velocidad.
La secuencia de los cambios de humor solares es bien conocida, aunque no así las causas que lo explican. Sigue un ciclo fijo de unos once años de duración entre cada máximo de actividad. Tras un periodo crítico, se va serenando lentamente para iniciar un nuevo aumento de su actividad hasta llegar a un nuevo estallido de violencia máxima. Aunque muchas de las manifestaciones no han sido conocidas hasta fechas recientes, los primeros datos de estos ciclos datan de la época de Galileo, quien descubrió las manchas solares. Cuando alcanza el máximo de actividad se incrementa el tamaño y el número de estas manchas. Desde 1609, año en que Galileo registró los primeros datos, se han detectado ya 37 ciclos completos.
Diámetro reducido
Otra manifestación del ciclo solar fue dada a conocer en 1997 por Gary Chapman, astrónomo del Observatorio Solar de San Fernando (California). Tras comparar los datos del tamaño de la estrella durante 10 años observó que entre 1991, inicio del declive del último máximo de actividad, y 1996, año del último mínimo, el Sol había reducido su diámetro en unos 600 kilómetros, algo insignificante si tenemos en cuenta que en total mide 1,3 millones de kilómetros, pero un dato importante para quienes estudian la estrella.
La magnitud de los picos de actividad no es siempre igual, y los últimos ciclos se cuentan entre los más intensos conocidos. El de este año se espera que sea de magnitud semejante a los precedentes y se calcula que alcanzará su máxima actividad a mediados de año para empezar a descender después, aunque lentamente. Los efectos sobre los satélites artificiales que orbitan la Tierra son imprevisibles ya que existe aún poca experiencia.
Desde que se empezó a poblar de satélites nuestro espacio próximo apenas han pasado tres ciclos solares y aunque en los anteriores no hubo graves problemas, la creciente densidad de ocupación de las órbitas incrementa el riesgo.
Otro de los efectos de los ciclos solares sobre la Tierra es la alteración del clima. A principios del siglo XIX el astrónomo británico William Herschel observó que las variaciones del precio del trigo seguían un ritmo paralelo al ciclo de las manchas solares y manifestó su sospecha de que los cambios en el Sol influían sobre el clima terrestre. Hoy nadie duda de que exista esa influencia, pero resulta aún difícil calibrarla. Se considera que el llamado "mínimo de Maunder", una secuencia de ciclos solares de muy baja actividad que se produjo entre 1640 y principios del siglo XVIII, tuvo un importante papel en el enfriamiento terrestre que se produjo en aquella época.
En 1999, Drew Shindell, de la NASA, dio a conocer en la revista Science que durante las tormentas magnéticas se producían grandes cantidades de ozono en la parte superior de la atmósfera, sugiriendo que ello podría provocar un calentamiento de la estratosfera y una posible influencia en la meteorología terrestre. Éste es tan sólo un aspecto del problema, ya que deben existir otros mecanismos de intervención de mayor alcance y duración.
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