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Irse del trabajo VICENTE VERDÚ

Nada a largo plazo. Todo lo que hoy dura, dura ya demasiado; cualquier situación prolongada desprende un ligero aroma rancio. La norma de la modernidad es el cambio rápido, la secuencia corta, la comida de pequeñas y sucesivas raciones, la moda breve, los contactos fugaces, las amistades de circunstancias. Y con el trabajo empieza a notarse, según el desarrollo de los países, una deriva igual. El sociólogo Richard Sennett acaba de publicar en castellanos (Anagrama), La corrosión del carácter, un libro sobre el fenómeno del trabajo llamado "flexible" y las consecuencias por las que se menoscaba la personalidad.Actualmente, un joven norteamericano con dos años o más de universidad puede esperar cambiar de trabajo al menos once veces en el curso de su vida laboral, y trasformar su base de cualificaciones al menos tres veces durante cuarenta años de trabajo. En Europa las cosas no han llegado a esta intensidad, pero las solicitudes de los organismos internacionales sobre la necesidad, la conveniencia o la urgencia de flexibilizar el mercado laboral lograrán, por correlato, tasas de desapego por el estilo. El carácter se corroe, según Sennett, como se desgastaría cualquier material sometido a una fricción reiterada.

Frente al modelo del trabajo para toda la vida o sin término visible, cunde el empleo de recambio continuo, para el cual se prepara en los estudios y se dispone la actitud nómada de cada uno. La vieja ocupación estable permitía una adhesión a la empresa, contribuía a establecer relaciones de lealtad o confianza, promovía los compañeros y los usos de una vida. Ahora, ni el oficio ni los habitantes se condensan en la memoria para reproducirse como insignias sentimentales donde afianzarse. Los cambios de empleos trasladan a emplazamientos insospechados oscilando, a menudo, en un surtido de diferentes retribuciones o tareas. Y no es posible, en esas condiciones, asumir la sensación de estar haciendo una carrera, porque ni el camino es consecuente o continuo nunca.

El trabajador del modelo pasado se autocontemplaba como el autor de su vida y como el protagonista de una larga narración. Pero el nuevo trabajador vive su experiencia laboral como una metralla de episodios que fomentan su miedo, su ansiedad, su escepticismo y, también, al cabo, su ironía. Ahora nada parece lo suficientemente importante como para permanecer y ser abrazado con todas las fuerzas: siempre nace, junto a la afiliación a una empresa, un perfil de ironías y distanciamientos que afectan al compromiso con lo que se hace. ¿Comprometerse con algo? Cada vez más, escribe Sennett, los jóvenes reciben con socarronería la indicación de comprometerse con algo. A la vida contemporánea conviene todo menos el arraigo, los asentamientos durables, las integraciones, que acaban manifestándose como trabas para circular, cambiar, trasladarse, ensayar y ganar en el juego de las numerosas apuestas.

La corrosión del carácter se corresponde con esta aminoración de los plazos de permanencia en una nave o en un despacho, pero también con la móvil residencia del amor o de cualquier morada. De las casas donde vivimos han desaparecido los retratos de los antepasados en señal de que nada entre aquellos muros los hereda, y se han eliminado los espejos de las habitaciones como señal de que no quedarán nuestras imágenes zambullidas en la profundidad de su recinto. En Estados Unidos un 17% de los habitantes cambian de residencia cada año, se quedan sin vecinos, sin otra experiencia de las estaciones del año. Esta marca estadounidense, todavía imbatida en Europa, es señal de la tendencia en el mundo occidental. Ya, en no pocos barrios residenciales de nuestras ciudades, es difícil contar con testigos que abarquen toda una vida del vecino. Todos se mudan, todos se marchan. Los trabajadores cambian de empleo, los residentes de hábitat, las parejas de amante, con un efecto de corrosión que va dejando atrás limaduras de la identidad o el carácter.

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