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EL FUTURO DE EUROPA

¿Una Comisión Europea que gobierne o que parlamente?

Xavier Vidal-Folch

¿Superará la Comisión Europea de Romano Prodi su actual parálisis? Es urgente, porque hace una semana empezó la Conferencia Intergubernamental (CIG) que reformará el Tratado de Amsterdam y, entre otras cosas, el formato del colegio de comisarios, lo que tiene mucho que ver con la potencia de la institución. Sólo si Bruselas se muestra muy activa se logrará introducir la lógica europeísta en el pandemónium de los intereses gubernamentales de los Quince. De igual forma que la capacidad de endeudamiento futuro de un ciudadano se juzga en función de la competencia que exhibe en la gestión de su deuda actual, la mejor manera de prefigurar que la Comisión de mañana sea un Ejecutivo fuerte -algo indispensable en una Europa a 20 o a 27, si se pretende evitar la dilución de la Unión Europea (UE)- es que la de hoy acredite tal fortaleza.

Este principio se refuerza porque las reformas de la CIG modificarán el formato del colegio y, en primer lugar, su composición. En nombre de una mayor eficacia y coherencia, se ha postulado un equipo lo más reducido posible, para lo que los cinco países que proponen a dos comisarios (Francia, Alemania, Reino Unido, Italia y España) deben renunciar a uno de los dos. No les entusiasma, pero parecen dispuestos a ello a cambio de que se ponderen más sus votos en el Consejo. En Amsterdam no se llegó al acuerdo, pero ahora será imprescindible. Entonces quedó arrinconada la idea más ambiciosa, fabricada por Francia: constituir un equipo pequeño y compacto, quizá de 10 o 12 comisarios, seleccionados con escasa atención a su origen nacional, o combinando éste con mecanismos de rotación o agrupación de algunos países más pequeños. Por el contrario, el nuevo colegio siempre "comprenderá un nacional de cada uno de los Estados miembros", reza el protocolo de Amsterdam.

La idea de Francia es la que ahora pretende resucitar el comisario Michel Barnier, con impecable lógica europeísta, "porque tampoco los Gobiernos nacionales están compuestos siempre por un ministro de cada región". La propuesta no sólo se enfrenta al mencionado protocolo, sino a un problema mucho más grave: la resistencia numantina de los Gobiernos de los países pequeños, sabedores de que la Comisión actúa a veces como contrapeso del Consejo y de los países grandes, y temerosos de que no estar permanentemente presentes en ella les soliviante a sus opiniones públicas y las enajene del empeño común.

Pero el principio de "un comisario por país" burocratizará y elefantizará al colegio -cuando la UE tenga 27 socios-, abocando la institución no al Gobierno-europeo-en-ciernes que los fundadores diseñaron, sino a una suerte de laxo Senado laxo, con mucho parloteo y poca decisión. La regla de "un comisario por país" conlleva también otra amenaza, apenas aireada: la de soliviantar a las opiniones públicas en determinadas regiones o comunidades autónomas. ¿Contemplarán impávidos los escoceses, catalanes o flamencos la entrada de las diminutas Malta, Eslovenia o Lituania, el nombramiento de un comisario maltés, esloveno o estonio? ¿O a la oficialización del superminoritario idioma lituano? El primer ministro portugués y presidente en funciones, António Guterres, sostiene que "es esencial" que su país o Luxemburgo mantengan su actual puesto en el colegio, pero aún no ha madurado la respuesta a esa posible fractura regional.

Todo indica que sólo un diseño de auténtico Gobierno seleccionado sin atender al origen nacional de sus componentes podría convencer tanto a luxemburgueses como a escoceses de que su pérdida o su agravio comparativo carecen de fundamento. Complementariamente, siempre cabe acudir al expediente de lograr los equilibrios nacionales incorporando cargos conexos (la OTAN, el Consejo, el BEI, el BERD...) al bombo de los nombramientos.

Que este diseño entrañe la mayor coherencia no implica que tenga posibilidades de abrirse camino. Casi ninguna, porque la lógica comunitaria a largo plazo suele doblegarse ante los intereses cortoplacistas -por otra parte, legítimos- de los Gobiernos nacionales. Y se doblega automáticamente cuando éstos fraguan una unanimidad contraria. Por eso, si Barnier y Prodi persiguen defender lo que deben en teoría defender, no les queda más remedio que salir hacia las capitales y convencer a los primeros ministros, hacer política. Al tiempo que demuestran desde Bruselas que la Comisión sirve, lanza ideas y proyectos viables y ambiciosos, que no es un trasto viejo ensimismado, enrocado en su reforma interna. Nadie les agradecerá que adelgacen la casa -como pretenden para 2006, adecuando su alcance al dinero hoy disponible, en vez de al revés, como permitirán los superávit presupuestarios nacionales- si al final queda una casa vacía.

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