Casta en Granada
JUSTO NAVARRO
Apareció en Granada Laetitia Casta, imagen de la República Francesa, mujer-medallón o mujer-estatua como otras fueron mujer-araña: el símbolo de Francia es hoy una modelo de Yves Saint-Laurent, un brillo de revista ilustrada, sólo luz, una pantalla o una página. Es imposible entrar en ese mundo. Laetitia Casta rodó unas escenas en el Hospital Real, palacio renacentista, y la miraron los funcionarios y las funcionarias y el público en general, y sentenciaron:
-Tampoco vale tanto, ¿no?
Unos días antes la estrella descendió sobre un hotel local y tanta belleza hubo de ser protegida por vigilantes pagados que dedicaron especial atención a los fotógrafos. Rompieron alguna cámara. No era momento de sacar fotos a la mujer que vive de que le saquen fotos, porque, como dice la Biblia, hay un tiempo de siembra y un tiempo para cosechar. Una estrella se fabrica con exhibición y ocultamiento, belleza y guardaespaldas: la belleza excepcional está fuera de nuestro alcance, y los guardaespaldas se encargan de materializar contundentemente esa emoción secreta, esa voz íntima que nos dice que tanta belleza nos es inaccesible.
La francesa paseaba de incógnito por Granada y no era reconocida, encapuchada como una iraní o como un fabuloso príncipe árabe que quiere conocer el mundo real. Y entonces se vestía de estrella con nombre de virgen romana, Laetitia, la palabra latina para alegría, gozo, gracia y encanto, Casta (de castidad, pureza, inocencia y virtud, santidad y fidelidad a la palabra, sinceridad, aunque este nombre suene a falso, o increíble), Laetitia Casta aparecía y coincidían todos:
-Es como todas. Y no es alta.
Se dejó fotografiar bajo los magnolios del patio del Ayuntamiento, con el equipo de la película, levantando una ceja, espléndidas cejas orgullosas, mimadas, perfiladas amorosamente, alzadas enigmáticamente, seguidas por la gran boca pintada, encarnación del ser divino de las revistas y la televisión y el cine. En Granada nadie ha creído en la divinidad de la francesa, pero esto es un inconveniente que sufren los dioses cuando se presentan ante los humanos. Hay algo demasiado próximo, algo solitario, incomunicable, en la mujer de la ceja alzada, famosa, aunque pocos pueden citar una película suya, ah, sí, algo de Astérix: mujer-contradicción. El pelo ha sido muy arreglado, pero simula ir sin peinar. El vestido sugiere una camiseta o una bata para andar por el patio de la casa, pero en raso florido, como un principesco sillón de 1789, con botas hasta las rodillas de mucho hueso y escondidas o exhibidas bajo medias oscuras. Los ojos jóvenes y azules viven a la sombra de media cara tapada a lo Veronica Lake, aquella estrella del cine de 1940 que acabó corporizándose en una auténtica camarera alcohólica.
Esta mujer no es nada del otro mundo. En Maro fui testigo de una sesión fotográfica con modelos en bañador, y, entre los comentarios del público, oí:
-Mi prima Vito es mejor que todas ésas.
Es una faceta de la adoración, esta melancólica identificación con las estrellas.
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