Prehistoria carolingia MIQUEL BARCELÓ
No existe, claro, el monstruo académico o escolar a que el título hace referencia. O, por lo menos, no tiene una existencia reconocida. Sin embargo yo creo haberlo visto, incierto, informe, huidizo como una criatura del bosque. Es penoso, pues, dar cuenta creíble de la aparición. Lo vi en el MNAC, en Montjuïc, en la visita que hice a la exposición sobre algo que se dice que fue Catalunya a l'època carolíngia y de lo cual un catálogo voluminoso y de lujo ofrece frágil, contradictorio y, a veces, incluso desvariado testimonio. La exposición resulta ser la realización catalana de un proyecto compartido con cuatro ciudades europeas para presentar a Carlomagno como hacedor de Europa. No he visto las otras emparentadas exposiciones pero mi experiencia, larga de cinco años, en la coordinación de uno de los temas del proyecto sobre "la transformación del mundo romano", auspiciado por la European Science Foundation (ESF), recomienda pensar que no pueden ser muy distintas puesto que Carlomagno es siempre representado con rutinaria uniformidad. La exposición del proyecto de ESF, cuyo catálogo editó el Museo Británico, deja bien claro cómo Carlomagno hizo Europa, a golpes de Iglesia y de metales preferentemente punzantes. O así se expuso. Y no he de negar que entre la academia europea de altomedievalistas éramos muy escasos, aunque tolerados, los que no compartíamos ni la descripción del "origen" de Europa ni el entusiasmo con que se hacía.La sección local de este origen tiene reconocidamente menos consistencia y presenta problemas narrativos insolubles como, por ejemplo, qué hacer con al-Andalus -Tortosa y Lleida, vaya- en una Cataluña sin nombre todavía. La función, en cambio, de la Iglesia es clara, homogénea y uniforme en esta narración carolingia de Europa. Una dura y persistente compacidad rige todos los ejercicios de dominio social por los que en poco tiempo, como en un rebrote destructivo, se consolida una cristiandad victoriosa sobre todos que anunciará en 1098 después de Creisto -Dios lo quería- la Cruzada, la liberación de Jerusalén y el exterminio. El visitante puede advertir, aunque sólo yuxtapuestos, sin la debida articulación mecánica, los rasgos catalanes del fenómeno. Los autores de la exposición del MNAC han entendido y transmiten bien el mensaje. El itinerario empieza con una espada de dos manos y termina con una moneda, como un pequeño y pálido sol, un diner de Ramon Borrell. Éste es el argumento de la vieja trama. Y en el medio, iglesias de culto, monasterios, un cuerpo creciente de célibes administrativos y mucha letra. Y esto es lo que hay, en efecto. No se puede contar de otra manera. Lo que ocurre es que el registro local, tanto el de la exposición como el del catálogo, es casi siempre de baratillo, de ejercicio escolar impuesto, repetido y sin convicción. Y cuando hay entusiasmo es peor. Recomiendo la lectura de un panel en que el anónimo autor da rienda suelta a lo mucho que le va la aristocracia, las élites, el oro y las joyas. Uno puede sentirlo así pero debe comedir su expresión. El ejemplo sirve, en todo caso, para resaltar exageradamente que el objetivo de la exposición local carolingia no es otro que el de la exaltación de la autoridad, su indiscusión. En esto nada difiere de las otras exposiciones europeas. Presentar, sin embargo, la autoridad, la replicación de órdenes disciplinados, la determinación de las secuencias vivas y de sus tamaños, sin proponerse ver cómo se constituye, es hurtar cualquier posibilidad de comprensión, es hacer todo el proceso ininteligible. Podría haber sido de otro modo, no era necesario que fuera así. O si fue necesario, si el orden eclesiástico y feudal se perciben como una fase inevitable en la adquisición continuada del progreso de la especie, dígase y empiécese por ahí. Éste y no otro es el ejercicio de la razón. La palabra y los hechos de los clérigos, tampoco los de Carlomagno, no pueden sustituir este ejercicio. Así, pues, si bien el objetivo de la exposición se adivina, no hay ningún intento de entender cómo pudo constituirse aquel irreversible orden de dominio sobre personas que con recreado esmero se muestra. La espada y la moneda son referencias nada sutiles al hurto mayor que se le hace a la razón.
Ahí vi al monstruo, a la forma aparentemente hecha de contrarios. Ripoll y Ermesenda ¿prehistóricos? Pues sí. Por lo menos de la prehistoria muy antigua, aquella de antes y anterior a lo puesto por escrito, como una ignorancia que debía conllevarse. Prehistóricos también ahora si se comparan con el ejercicio complejo de averiguación de cómo se produjo la humanización del planeta. Eudald Carbonell y Robert Sala han escrito un ensayo, Planeta humà (Empúries, 2000), que hace inteligible el proceso, con todas sus lagunas de información y titubeos conceptuales, justamente, porque su objetivo es el conocimiento de cómo se hizo y la visualización, hasta donde fuere posible, de las selecciones y las derivas adquiridas que se produjeron. El contexto intelectual del ensayo es de primera línea, vivo, lleno de implicaciones y resonancias de los debates sobre la evolución, del inacabable triunfo de la razón analítica desde que Ch. Darwin describió el origen de las especies (1859), no hace tanto. E. Carbonell y R. Sala son historiadores claramente darwinianos. Y la valentía y la precisión de su prosa son un adecuado contraste con las prosas, a veces ininteligibles, de la exposición carolingia y su entorno catalogar. A menudo los autores de ésta no parecen conscientes de los significados e implicaciones de sus referentes conceptuales, a veces ni siquiera de que éstos existan. Nadie en la exposición creyó necesario decir por qué era tan bueno tener un origen ni cómo llegó a funcionar con éxito el orden carolingio. O contra quién se dirigían la espada y la moneda. Los medievalistas resultan ser predarwinianos. El proyecto intelectual de E. Carbonell y R. Sala es excepcional en la universidad catalana y española. Como historiadores son raros. Los de lo carolingio son, por el contrario, la normalidad, nada raros.
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