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El camarote

JOSÉ LUIS MERINO

Lo que se ha venido en llamar efecto Guggenheim esta creando entre nosotros, en términos de arte, un peligroso antecedente. Se empieza a creer que todo lo que se muestra en las exposiciones, ya sea en el propio Guggenheim, en las fundaciones, en galerías y espacios de Bilbao y sus cercanías, lleva el marchamo de la excepcionalidad. Y no es así. En algunos casos sucede todo lo contrario. Lo pudimos comprobar la semana anterior en las dependencias del Guggenheim, y ahora desde la sala de exposiciones de la Fundación BBK, Gran Vía, 32 (Bilbao).

Con el título La ventana en el arte, se han reunido algo más de sesenta obras. Al margen de las fotografías, que no se juzgan aquí, de esta muestra se salvan muy pocas piezas. Una personalísima litografía de Matisse, un potente Karel Appel, el curioso ejemplo de figurativismo de Vasarely -embarcado en lo que él llamó en 1944 Fenêtres-, el bronce de Raymond Mason, el pastel de André Masson, la sutil témpera de la portuguesa Vieira da Silva, la divertida tinta de Pierre Alechinsky...

Hay una acuarela de Marc Chagall, pero sólo nos sirve el nombre, porque no aporta nada en razón a que le falta esa cualidad lírica que poseen las obras del ruso. Hay un dibujo de Pierre Bonnard, tan impersonal e indeterminado, que podía llevar la firma de cualquier artista anónimo. Lo mismo ocurre con el papel de Balthus, aunque protocole a su favor una grafía de tenue suavidad. El lienzo de Pierre Tal Coat sólo interesa para conocer cómo pintaba en 1926, aquel a quien, en los principios de los sesenta, se le incluía entre los más acreditados artistas abstractos franceses, junto a Bazaine, Manessier, Singier y otros.

La obra de Antoni Tàpies merece un apartado especial. No sabemos si por la manera de enmarcarlo o por la puesta general de la exposición, lo cierto es que no ofrece el interés profundo que atesoran las mejores piezas del artista barcelonés. ¿Por qué esto es así? Es extraño poder dilucidarlo. Volveremos a ver la obra hasta dar con el quid de la cuestión.

Lo que prevalece es el excesivo número de obras de muy dudosa calidad. Y esto es debido a lo que aporta el conjunto de artistas franceses contemporáneos -entre los que se encuentran artistas de otros países afincados en Francia, como por ejemplo, el nombre del argentino Antonio Seguí-, quienes ponen de manifiesto una precariedad artística notable. Realmente el racimo de obras convierte la exposición en algo insufrible. Además de esto, le perjudica mucho más el montaje realizado. Hay demasiadas obras expuestas. Están apelotonadas. Aquello parece el camarote de los hermanos Marx. ¿Cómo digiere todo esto el público que acude a las exposiciones ? Posiblemente envuelto en el enfelizamiento de vivir dentro del efecto Guggenheim. Le conviene creer que todo lo que le ofrecen es de altísima calidad. No otra cosa puede ser si le llega bajo el aval del arte y presentado en lugares emblemáticos y semejanzas.

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La atmósfera acrítica en la que se está viviendo en estos tiempos en el mundo del arte, conduce a una adormidera estética de la ciudadanía. Tan es así, que los verdaderos artistas han sido sustituidos por los comisarios de arte -auténticos malos policías de esta película absurda-; e incluso algunos mandatarios oficiales, desde altos cargos hasta cargos menores, se han creído con suficiente bagaje como para impostar opiniones de enorme clarividencia dentro del arte...

Comisarios de tres al cuarto y mandatarios ensoberbecidos deberían saber que el arte auténtico es algo muy serio; que no todo lo que se cuelga o pulula por el espacio es válido, ni cualquiera que utilice pinceles, autógenas, sierras, luces de neón o escaleras de peldaños infinitos merece que lo llamemos artista. Ni siquiera a los que el éxito parece sonreír tienen acreditado la garantía de ser auténticos artistas. El arte no desea tener como compañeros de viaje a quienes ejercen el intrusismo oportunista.

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