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Un sueño de paz interrumpido La autonomía ha abierto una puerta a la convivencia que los norirlandeses no quieren cerrar

Berna González Harbour

Hicieron falta 28 años para conseguir un Gobierno autónomo en el Ulster, y apenas han bastado dos meses para que se desvanezca. Pero ese tiempo fugaz ha marcado una huella tan densa en esta sociedad que ya no hay marcha atrás. Así lo ven al menos la mayoría de los norirlandeses, jóvenes y mayores, católicos o protestantes, que han emprendido en estos tiempos empresas y proyectos vitales muy íntimamente ligados a la paz. Ciudades como Belfast o Londonderry, marcadas dolorosamente por la guerra en los años del odio, renacen ahora en una auténtica explosión de feliz normalidad que nadie quiere ver evaporarse en la penúltima crisis del proceso de paz. Como decía estos días un poeta en Londonderry, "en Irlanda siempre damos dos pasos adelante y uno atrás; pero queda uno hacia delante".La suspensión del Gobierno autónomo del Ulster, decidida el viernes por el Gobierno británico, es un duro golpe para una provincia que aprendía de nuevo a autogestionarse. "Es terrible para la gente común", comentaba una joven católica de Londonderry. "Es el peor momento que atravesamos desde el inicio del proceso de paz", aseguraba en Belfast un expreso del IRA. Pero casi todas las personas consultadas por este periódico creen que el grado de desarrollo y optimismo al que se ha llegado ha marcado ya un punto sin retorno en la historia de Irlanda del Norte. "No hay vuelta atrás. Para nadie. Ni para católicos ni para protestantes. No es posible un regreso a los viejos tiempos", afirma Kevin McElhennon, secretario del obispo católico de Derry. "La suspensión del Gobierno no parará este desarrollo. Hemos visto la luz al final del túnel y no dejaremos que esto se pare", dice el joven David McLaughlin.

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Resultaba curioso estos días ver al pastor Ian Paisley, el radical entre los radicales, intentar lanzar a su rebaño de fieles contra la figura del que fue hasta el viernes ministro de Educacón, Martin McGuinness, en otro tiempo dirigente del IRA. Una tarea harto difícil, en unos colegios agradecidos porque, después de décadas de abandono, vieron esta semana aprobado el plan de 72 millones de libras (20.000 millones de pesetas) con el que se salvarán. "Este colegio iba a cerrar este año porque está en peligro de derrumbe, y ya no va a cerrar. Me da igual que el dinero me lo haya dado McGuinness o los unionistas. Es dinero para el bien de los niños. Y eso basta". Así habla el director de la escuela primaria de Cregagh, enclavada en una de las zonas monocolores del protestantismo de Belfast, nada menos que en el vecindario de la iglesia presbiteriana de Paisley, que enarbola la bandera británcia como un auténtico fortín del unionismo. "Yo estoy bajo presión de Paisley, y también de los paramilitares, pero resisto, pues espero que estos 150 niños que aquí estudian tengan una infancia diferente, sin muertos en su familia, sin huir de coches en llamas", dice Ronnie Milligan. Es decir, una infancia diferente a la suya, la que creció entre bombazos.

Hoy, casi la mitad de los norirlandeses (el 48%) tiene menos de 30 años. Es la población más joven de todo el Reino Unido. Y esta generación no ha vivido un momento mejor que éste en su vida: el paro se ha reducido del 17% al 6% desde 1986. La inversión ha crecido un 58% en cinco años. El turismo subió un 12% en 1999. Empresas como Sainsbury, Marks&Spencer o Tesco desembarcan con escaparates relucientes y miles de empleos estables. Los centros de las ciudades recuperan su tono vital y vuelven a ser lugar de paseantes, de bebedores alegres y de familias en busca de las últimas rebajas. Hasta los agentes del temido Royal Ulster Constabulary (RUC), la policía del Ulster, pasean ahora bajo la lluvia con cazadoras reflectantes, de tonos blancos y amarillos, llamativos, tan poco discretos como impensables años atrás.

Vanessa Miller, de 26 años, y David McLaughlin, de 31, son dos jóvenes de Londonderry que emigraron a Londres al acabar sus estudios y que acaban de regresar pues ya hay trabajo en su ciudad. La primera trabaja en el Ayuntamiento de Derry -sí, las autoridades han recuperado el nombre católico de la ciudad para su órgano de gobierno, y de momento mantienen el Londonderry oficial para la ciudad- y el segundo gestiona las nuevas instalaciones culturales que están cambiando la faz de la ciudad. "Cuando yo era niño no había nada, la gente huía del centro, donde tuvo lugar el Domingo Sangriento y los pisos se quedaban vacíos. Ibamos a divertirnos a Donegal. Ahora hay nueve cines, teatro, baile, centros comerciales... hay una vida normal", asegura McLaughlin. "Empezamos de la nada y ahora nos estamos convirtiendo en la capital cultural de Irlanda, no sólo del Ulster", dice.

Esta ciudad, castigada en 1972 por la matanza del Domingo Sangriento, cuando 14 manifestantes desarmados cayeron muertos a manos de los paracaidistas británicos, bulle ahora de proyectos de integración, que pretenden crear espacios neutrales donde las dos comunidades, separadas por siglos de apartheid se encuentren cara a cara. Llueve dinero de EEUU, de Irlanda, de Londres y de la Unión Europea, que se canaliza sobre todo a través de los fondos para la reconciliación.

Por supuesto, queda odio. Mucho odio. El de las víctimas de la violencia y sus familias. El de los familiares de los presos. Pero es el odio de los padres, de los abuelos, de aquellos que hicieron la guerra. Hoy, otra generación toma el relevo, y suyo es el mundo.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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