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Pena de muerte. Moratoria 2000 ANTONI MILIAN I MASSANA

El Ayuntamiento de Barcelona acaba de adherirse, siguiendo el ejemplo del Defensor del Pueblo y de otras instituciones equivalentes de las comunidades autónomas, como el Síndic de Greuges, a la ambiciosa campaña mundial, emprendida hace ya algún tiempo por la Comunidad de San Egidio y arropada por Amnistía Internacional, destinada a pedir la moratoria de la aplicación de la pena capital para el año 2000. Iniciativa loable que resulta, además, oportuna en un momento en el cual, precisamente, la pena de muerte vuelve a ser tema de actualidad entre nosotros. Así lo atestiguan, por ejemplo, el todavía reciente recordatorio a Turquía por parte de la Unión Europea de que sus miembros son contrarios a aquella pena y la circunstancia de que un ciudadano español, José Joaquín Martínez, se encuentre hoy en el corredor de la muerte en Estados Unidos.A pesar de que el conjunto de los países abolicionistas crece progresivamente (de poco más de 20 en 1970 se ha pasado a 64 en 1998), por desgracia todavía en la actualidad son muchos los Estados que mantienen aquella pena (en 1998 eran 92). Por otra parte, las ejecuciones judiciales, lejos de menguar, han tendido al alza durante los dos últimos decenios, según revelan concluyentemente los datos suministrados por Amnistía Internacional. En 1998, por citar las últimas cifras fiables, los cuatro estados con mayor número de ejecuciones contabilizaron un total de 2.215, repartidas del siguiente modo: China, 1.876; Irán, 143; Arabia Saudí, 122, y Estados Unidos, 74.

A mi juicio, urge la total abolición de la pena capital, ya que se trata de una pena inútil, indigna y envilecedora. Inútil porque las estadísticas desmienten a las claras sus supuestos efectos disuasivos. No se aprecia ninguna reducción significativa en el número de homicidios cometidos allí donde se ha reinstaurado. Hace pocas semanas, en la Universidad Autónoma de Barcelona se defendió una valiosa tesis doctoral sobre el derecho a llevar armas. En ella se lee lo siguiente: "Se produce en nuestro país una muerte por arma de fuego cada 100.000 habitantes, muy por debajo de las cifras norteamericanas", donde "muere una persona por cada 6.500 habitantes". El dato es elocuente y de él, junto con otros, se puede concluir que en la Unión Europea, donde la pena de muerte está abrogada, los homicidios cometidos representan tan sólo un 10% de los que ocurren en Estados Unidos, lugar en el que, en cambio, está vigente y en uso la pena capital.

La pena de muerte es indigna porque atenta directamente contra la misma dignidad humana. ¿Qué valor, qué dignidad estamos reconociendo a la vida humana si, por odioso que pueda ser el crimen cometido por el reo, aceptamos que se pueda suprimir fríamente su vida en nombre de la ley?

En fin, la pena capital envilece porque fomenta el odio. En su libro Estudios sobre el amor, publicado en 1939, Ortega y Gasset, tras recordarnos que el odio es lo opuesto al amor, nos advierte de que "odiar a alguien es sentir irritación por su simple existencia. Sólo satisfaría su radical desaparición". Y bien, ¿no es justamente esta desaparición radical lo que satisface la pena capital? Basta ver la imagen de los familiares de la víctima asistiendo a la ejecución para percatarse del cultivo del odio que ésta representa.

Conviene rememorar una decisión ejemplar del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, calificada por uno de sus antiguos magistrados, el profesor García de Enterría, como "una de las sentencias más notables de su historia". En esta sentencia, de 7 de julio de 1989, el Tribunal Europeo llega a la importante resolución de que los Estados que forman parte del Convenio Europeo de Derechos Humanos están obligados a denegar la extradición de un delincuente si en el Estado que la solicita existe la posibilidad de imponer una pena inhumana o un trato degradante. Consecuente con este criterio, el tribunal invalida la decisión del Gobierno británico de conceder la extradición de un presunto homicida, el señor Soering, a Estados Unidos, por cuanto este país no ha dado garantías suficientes de que no se vaya a aplicar la pena de muerte al inculpado.

La sentencia del Tribunal Europeo constituye un alegato inequívoco en contra de la pena capital, aunque en el texto no la condene de forma expresa. En realidad, el Tribunal de Estrasburgo contrapone en la sentencia la concepción europea sobre derechos humanos a la concepción norteamericana, lo cual resulta una actitud valerosa, habida cuenta de que la primera potencia mundial presume de ser el principal adalid de aquellos derechos.

Es verdad que no todos los Estados pertenecientes al Consejo de Europa han abolido la pena de muerte, pero hoy son poco numerosos los que la conservan para ciertos delitos en tiempos de paz. Es significativo, por ejemplo, que de los 41 países que componen aquel consejo, 34 hayan ratificado ya el Protocolo número 6 al Convenio de Derechos Humanos, que abroga expresamente la pena capital, y que entre los Estados abolicionistas figuren, sin excepción, los 15 que integran la Unión Europea.

Ahora bien, la vieja Europa no debe permanecer anclada en una actitud autocomplaciente por su respeto a los derechos humanos. Al contrario, le corresponde la responsabilidad de proseguir en la misma línea de coraje de que hizo gala hace ahora 10 años el Tribunal Europeo. Sólo así hará creíble su autoridad moral. Por ello, sería deseable que los Estados europeos se comprometieran activamente, siguiendo el ejemplo de algunas instituciones públicas, como el Ayuntamiento de Barcelona, en campañas como la indicada al comienzo, cuya finalidad no es otra que avanzar en la erradicación definitiva de una pena que repugna a la conciencia.

Antoni Milian i Massana es catedrático de Derecho Administrativo de la UAB.

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