Papá cumple 100 años
MANUEL CRUZDicho sea, claro está, con el mayor de los respetos. Porque si algún autor contemporáneo merece el respeto y la consideración de la comunidad filosófica éste es sin duda Hans-Georg Gadamer, quien justamente hoy cumple un siglo. Alumno de Heidegger en Marburgo, y profesor en Leipzig, Francfort y Heidelberg, Gadamer aparece catalogado en todas las historias de la filosofía como el fundador de la nueva hermenéutica o teoría filosófica de la interpretación. Es, de entre los filósofos alemanes de este siglo, uno de los que ha ejercido una mayor y más variada influencia (para algunos analistas Verdad y método es la obra más importante y significativa de la filosofía alemana después de Ser y tiempo). Se reclaman de su magisterio filósofos de la talla de Habermas, Apel o Tuguendhat. Fuera de Alemania, la repercusión de su pensamiento puede calibrarse a través de los autores que en algún momento de su obra lo han tomado como punto de referencia: Gianni Vattimo en Italia, Paul Ricoeur en Francia o Emilio Lledó en España.
Fue precisamente Vattimo quien, en un célebre artículo publicado a mediados de los ochenta (Hermenéutica: nueva koiné), ofreció una definición de la hermenéutica que puede ayudarnos a entender la notoriedad alcanzada por esta corriente en los últimos años y, en la misma medida, esbozar una primera imagen de la importancia filosófica de la aportación gadameriana. Hablaba allí el pensador italiano de la hermenéutica como la nueva lengua común de la filosofía y de la cultura en general, que había venido a sustituir al marxismo y al estructuralismo en esa función de término esencial de referencia para el debate cultural. La mera mención de las problemáticas más características, de sus temas favoritos, nombra, por así decir, las claves de esa eficacia. El sentido, la comprensión o el lenguaje constituyen algunas de las cuestiones centrales compartidas por las tendencias más dinámicas de la filosofía actual.
Compartidas en su planteamiento no equivale, claro está, a unánimemente aceptadas en su solución. Así, la inquebrantable confianza de la hermenéutica de Gadamer en las posibilidades de comunicación entre quienes hablan lenguajes diferentes, su insistencia en que "nunca se puede negar la posibilidad de entendimiento entre seres racionales", acostumbra a chocar con alguna de las múltiples variantes de relativismo que tanto proliferan en los últimos tiempos y que ven en el imperativo de la comunicación gadameriano una insufrible muestra de soberbia racionalista. Pero, de la misma forma que no siempre es conveniente hacer de la limitación bandera, así tampoco resulta aconsejable confundir la debilidad propia con la prepotencia ajena. Gadamer cree en el diálogo como método, como camino o, si se prefiere, como cauce. No como expresión, resultado o prueba de una coincidencia universal preexistente.
Análogos malentendidos suelen deslizarse en relación a otros tópicos gadamerianos. Se necesita coger el rábano por las hojas (las palabras por sus connotaciones) para confundir su defensa de la tradición con tradicionalismo y, más allá, con conservadurismo. Gadamer no le teme a la modernidad ni a la razón: más aún, sólo considera dignas de ser mantenidas aquellas tradiciones cuyo poder se funda en su racionalidad. Lo que le preocupa, eso sí, es que el incontenible anhelo moderno hacia lo nuevo se haya construido sobre un modelo de razón insuficiente, empeñada en hacer del pasado tierra calcinada, incapaz de aceptar que puedan existir otros modos de certeza distintos a los convalidados por la ciencia. Tan incapaz, por supuesto, como el irracionalismo romántico, presos ambos de la misma oposición abstracta entre mito y razón.
En realidad, las objeciones de este tenor pasan de largo ante lo más específico de la propuesta gadameriana, pero esa ceguera constituye, en sí misma, el más significativo de los indicios. De pocos autores como de Gadamer se puede predicar el principio general "por sus críticos los conoceréis".
El entero edificio de su filosofía se sostiene sobre unas cuantas ideas mayores, sobre unos pocos convencimientos de gran envergadura, de esos que, por recordar a Bergson, necesitan luego de generaciones para ser adecuadamente entendidos. La potencia teórica de su tesis tal vez más emblemática, la famosa "la historia no nos pertenece a nosotros, sino nosotros a ella", no se despliega en la esfera de la discusión académica (que se extravía preguntándose si esto significa objetivismo histórico o soltándole los perros posmodernos), sino en un ámbito infinitamente más fecundo. Lo que hubo es condición de posibilidad, no territorio conquistado. Los dictámenes sobre la historia, del signo que sean (y en esto los Fukuyamas de turno resultan perfectamente intercambiables con sus críticos), incurren, ellos sí, en la inadmisible presunción de creerse propietarios de la historia y, por tanto, detentadores de la posibilidad de determinar su sentido. Gadamer, en cambio, es quien con más tenacidad piensa algo tan sencillo como poderoso: que nada hay nunca concluido. Pocos recordatorios más intempestivos que éste, ciertamente. Dicho lo cual, podemos volver a la broma: papá cumple cien años, y continúa dando qué pensar. Por eso es un clásico. Afortunadamente para todos, vivo.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.
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