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Pablito Calvo MIGUEL GARCÍA-POSADA

Fue el héroe niño de nuestra infancia de cines de domingo por la tarde. No nos gustaba el cine español, preferíamos, y teníamos razón, las películas americanas, pero él sí nos gustaba porque sus películas no eran, o no parecían, muy españolas. Y él era, además, el más famoso, el más bueno, el más perfecto de los niños. Y Dios, el Dios de aquel convento de frailes, el Cristo de aquella cripta que comía pan y bebía vino, lo amaba con ternura, porque en aquella película había Dios, había Cristo y había amor."Ricordate Marcelino, solo pane e solo vino", proclamaba una musiqueta infantil italiana que llegó a estar muy de moda.

Qué tiempos en que músicas así estaban de moda. Después Marcelino tuvo un tío extravagante, Jacinto, un tío fracasado y torero, que vivía con él en una chabola y buscaba un traje de luces para torear al menos una vez. Llovía, llovía mucho en esa película, Mi tío Jacinto, como pocas veces ha llovido en el cine. Y la melancolía (¿por qué?, ¿por un mundo menos injusto?) nos mordía con ganas el corazón.

Luego, el niño mágico, el niño amigo y compañero, se esfumó. Había estado, pero ya no estaba, estuvo solamente, quién lo vio, y pasaron muchos años, hoy sabemos que demasiados, y un día, elecciones de 1977, el hijo de aquel niño reapareció en las fotos de los semanarios.

Era ingeniero y declaraba su simpatía por el Partido Comunista. Lo entendimos sin hacernos demasiadas preguntas. Con lo que habría visto de actor niño tenía bastante para odiar la explotación del hombre por el hombre, la gloria del beneficio, la humillación del trabajo decente y bueno.

Y ahora, en un salto de más de veinte años, que se nos han escapado sin que sepamos cómo (ésta es la trampa), nos enteramos de que el hijo de aquel niño, porque era su hijo, se ha partido por dentro y se ha muerto, así, de golpe, como de un golpe de Dios.

Es una de esas noticias que confirman que la vida va definitivamente en serio, que el tiempo de los juegos terminó para siempre, que la juventud es ya un sueño que se aleja como el barco se pierde sin remedio en el horizonte.

Pablito Calvo tenía entonces, cuando entonces, tres o cuatro años menos que nosotros, o tenía dos o tres más, o era más o menos igual. Aunque, eso sí, nos ganaba a todos en los sutiles movimientos de su cuerpo pequeño y en la mirada atónita de sus grandes ojos negros y puros. En cualquier caso, Pablito era uno de los nuestros, Pablito era de nuestra generación.Nuestra generación, que empieza ya a morirse, que se muere, y que comienza a no ser entendida, esto es lo grave: salvados los cinéfilos y la gente de esa generación, de su generación, ¿cuántos, al leer en el periódico la noticia de su muerte, se han acordado de Marcelino, pan y vino o de Mi tío Jacinto?

Todo, todo está muy lejos, demasiado lejos, aquel mundo ya no es nuestro mundo, hoy los niños van a la escuela y no tienen un tío torero que se los lleve por ahí, a las becerradas. Tampoco viven ya los niños en los conventos, a lo mejor en los conventos ya no vive nadie o casi nadie.

La vida va muy en serio, se ha vuelto un toro largo, negro y astifino, que sabe dónde y cómo cornear, cómo cornearnos con sus pitones metálicos y precisos. Poco podemos hacer frente a ella en una plaza que es cada vez más grande y soleada, con un sol que nos mira de frente y persigue y abate todas las sombras.

Adiós, Pablito Calvo. Tú no me conocías, yo a ti sí. Y te admiraba, y te quería. Nunca te lo dije, te lo digo ahora, cuando ya es inútil. Adiós y hasta siempre.

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