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Diálogos de la memoria

Se anunció como una inesperada sorpresa, y lo fue: un documental en el que la actriz Camilla Horn, Gretchen, Margarita, reflexionaba más de medio siglo después sobre el papel que desempeñó en Fausto, de Murnau, una joya de la cinematografía, que esta misma semana volvió a provocar intensas ovaciones en una abarrotada sala del Goethe Institut. Reflexionar sobre el pasado y hacerlo presente es uno de los puntales sólidos de la cultura de nuestro tiempo. La convivencia de épocas impone una nueva sensibilidad.Sobre el pasado reflexiona continuamente el pianista Maurizio Pollini, y así en sus conciertos de Salzburgo presentó el pasado verano unos programas con obras de Despréz, Donatoni, Schönberg y Schumann, o combinó los sonidos de Palestrina con los de Berio y Beethoven. Pollini es un modelo de intérprete de fin de siglo, o de principio del siguiente, por su ligazón de valores intelectuales, virtuosos, dialogantes y profundos en la comprensión de la historia. Es la antítesis de los tres tenores, ese esperpéntico canto de cisne en que acabaron desembocando los divos populares de la ópera.

También sobre la memoria ha basado una buena parte de su obra el compositor Gyorgy Kurtág, extendiéndose sus homenajes a Kafka, József Attila, Beckett, Hölderlin, Nono, Stockhausen o a los niños, para los que ha compuesto un apreciable número de piezas de piano a cuatro manos que suele interpretar con su mujer. Kurtág nació en 1926, pero sus obras han salido a la luz pública sobre todo en la última década. Al margen de los canales del éxito, en el reducto antiexótico de la Europa del Este, Kurtág ha reivindicado desde el silencio una música que sacuda las entrañas desde la inteligencia, sin sumisiones formales a las modas lingüísticas, buscando siempre un punto de luz íntimo y conciso. Es un autor simbólico de nuestros días, un faro que nos devuelve en todas las direcciones el espejo del tiempo.

Cristóbal Halffter habla de la necesidad de la utopía cuando se refiere a su ópera Don Quijote, otro diálogo con la memoria, que este mismo mes se va a estrenar en Madrid. Daniel Barenboim ha buscado la utopía en Chicago o en Berlín, pero especialmente en Weimar, a dos pasos del campo de concentración de Buchenwald, convocando a jóvenes israelíes y árabes -de Siria, Líbano, Irak, Jordania, Túnez y Egipto- para todos juntos tocar la Séptima de Beethoven. "Solamente música, nada de política. Por eso estamos aquí", dijo en los ensayos el pasado trimestre. Fue una realidad breve como un suspiro que quizá resucite algún día.

El muro de Berlín de la música se derrumbó, metafóricamente hablando, con la muerte de Karajan en 1989. Sus dos baluartes más representativos, la Filarmónica de Berlín y el Festival de Salzburgo, se abrieron a dos personas de la izquierda que quizá por ser tan complementarias acaban con frecuencia chocando: Claudio Abbado y Gérard Mortier. Los dos han sido en cierto modo devorados por una década devastadora y se marchan de sus ciudadelas por voluntad propia, tal vez por cansancio, tal vez porque los tiempos no son como eran. Algunos instrumentistas destacados de la Filarmónica berlinesa también están cambiando de aires. Las ventas discográficas disminuyen, los abonos vitalicios que van quedando libres no se renuevan con facilidad.

No es cuestión de evocar más pasajes de la melancolía. Eso lo hace muy agudamente la escritora María Bolaños, a propósito del arte de comienzos de siglo. Es cuestión de resistir ante una realidad cada vez más complicada en el terreno de los hábitos culturales, con las televisiones e Internet cada día más pujantes en la conquista de los tiempos de ocio. Los Murnau, Pollini, Kurtág, Goethe, Cervantes, Halffter, Barenboim, Beethoven, Mortier o Abbado son signos de supervivencia de algo cada día más marginal. Los diálogos de la memoria están, en cualquier caso, latentes. Habrá que estar atentos.

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