Música en la Gran Vía
ENRIQUE MOCHALES
El director de orquesta levanta la batuta. El escenario no es el palacio Euskalduna, ni el Kursaal. Muy por el contrario, allí donde los músicos afinan sus instrumentos es la calle, y el foso es el Botxo. Los instrumentos, en su mayor parte, son de percusión. Lo que se dice un ritmo industrial. Muy de mañana, el sufrido vecino se levantará de un corto sueño arrullado por las dulces taladradoras, que, cual flautas de Pan, guiarán el final del placer del justo y los primeros pasos de su despertar. El ritmo de samba de los obreros percusionistas provocará ondulaciones dentro de su taza de café y sobresaltos en su corazón. ¡Mambo!
Durante las pasadas obras del metro las consultas de los psicólogos se llenaron de nuevos clientes. Eran gente diversa en cuanto a sus gustos musicales. Habían experimentado el poder del ruido en su mente. El ruido, la manifestación sonora de las pisadas que avisan del paso de un predador, había hecho creer a sus cerebros primigenios que se hallaban en peligro. Estaban deprimidos, irritables, sufrían de estrés y algunas enfermedades mentales se dispararon. El ruido machacó a un sector del vecindario que tal vez nunca había sufrido de los nervios. Pero no hace falta que haya obras para que una ciudad como Bilbao sea un concierto de agresiones sonoras. Normalmente, los niveles de ruido que alcanza la ciudad son irritantes. Necesariamente, el ser humano forjado en esta ciudad pasa por asimilar un registro dodecafónico urbano de una riqueza monstruosa, si es que sus tímpanos conservan aún cierta sensibilidad al llegar a la madurez.
En el País Vasco en general nacen generaciones de sordos, que después se dedican a perfeccionar la sordera en los templos electrónicos de la música, véase bares, discotecas y conciertos. Una vez se ha llegado a un mínimo nivel de sordera, sin estar necesariamente como una tapia, el loable empeño del sordo suele ser convertir a la sordera a amigos y vecinos, ofreciéndoles totalmente gratis sesiones de pinchadiscos o carreras en automóvil por la ciudad con el bacalao a tope, en un delirio de macarra de discoteca. Eso sí, sordo perdido.
En los periódicos se lee de cuando en cuando que alguien es asesinado porque no ha bajado el volumen de su tocadiscos, o el de su televisor. Y entramos en el siglo de los ruidos. Será un desconcierto. No hay más que decir a los visitantes del Guggenheim que esto no es ruido, que es swing. Que es algo así como una melodía de Lester Young, o un boogie de Count Bassie. El ruido de miles de corazones latiendo, el gemido agónico, el primer llanto, el ruido inevitable que conlleva una vida y una muerte. El ritmo de los barrios y las calles. El claqué del ejecutivo y la jota de la viuda. La polka de los vagabundos.
La música de las esferas confluye en la Gran Vía. El asfalto y el cemento, que conservan como un palimpsesto el eco de nuestras pisadas, serán sustituidos por una pulcra y arbolada vía peatonal. La paradoja: el ruido creará silencio. En este caso, las obras tienen la saludable intención de ganar espacio a los automovilistas. En su setecientos aniversario, Bilbao estará destripada como un Prometeo, y aunque las consultas de los psicólogos experimenten un incremento de pacientes aquejados por una crisis de nervios, circularán menos coches por el centro. Ello, no obstante, favorecerá todo tipo de industrias, como la de fabricación de tapones de cera, la de ansiolíticos y la de orejeras, amén de las empresas instaladoras de ventanas insonorizadoras.
Sabida es la historia de aquél hombre que, antes de acostarse, escuchaba a su vecino de arriba quitarse las botas y arrojarlas al suelo. Contaba un golpe -la primera bota- y después el segundo -la otra-. Tras ello, se dormía tranquilo. Una noche de tantas, escuchó el impacto de la primera bota al caer. Esperó en vano durante unos minutos el ruido de la segunda bota, pero nada oyó. Al fin, acabó subiendo al piso de su vecino y le dijo: "Perdone, ¿podría usted tirar de una vez la segunda bota?" Esperemos que no sean los vecinos de la Gran Vía, la calle Diputación o Ercilla los que arrojen, al borde de un ataque de nervios, las botas por la ventana contra los artesanos de la taladradora.
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