Tras las huellas de los cavernícolas
Conocer una cueva casi como la vieron los cavernícolas, entrar en laberintos de columnas y roca movidos hace millones de años por un cataclismo, ver una gota cristalizando y otra y otra, y saber que dentro de siglos se habrá convertido en una estalactita. Desde ayer esta experiencia es posible. La Cueva de Nerja (95 2529646) ha abierto al espeleoturismo sus galerías altas, zona que hasta ahora estaba vedada al público y a la que sólo tenían acceso especialistas e investigadores. Ir tras las huellas de los cavernícolas tiene su precio. La visita cuesta 15.000 pesetas, aunque en realidad la tarifa que hay que pagar es otra: esfuerzo, cansancio y agujetas. El paisaje los vale.
Nada más empezar se presenta el primer desafío. Trasponer la zona turística obliga a hacer unos siete metros de escalada. Todos miran las cuerdas y dudan. Le echan valor. Todos lo consiguen. Con truco, eso sí, porque el recorrido ha sido adaptado para facilitar el desplazamiento. En las zonas peligrosas, tres guías se encargan de las cuerdas de seguridad. Si alguien perdiera la estabilidad y trastabillara, quedaría colgando. Los guías se encargarían de ponerlo a buen recaudo.
Uno de ellos, Federico Ramírez, se apresura a aclarar: "Aquí venimos a disfrutar, no a sufrir". Federico es uno de los exploradores que en 1970 descubrieron las galerías altas. Se conoce la cueva como la palma de su mano. La ha dibujado en mapas, la ha recorrido hasta el último rincón, le ha hecho confesar sus más íntimos secretos y ha sido también uno de los ideólogos de esta experiencia.
Superada la primera prueba, llega la segunda: una estrecha cavidad en la que hay que hacer contorsiones para pasar al otro lado. Los diez miembros del grupo escuchan atentos las instrucciones. Los guías, avezados, la superan sin dificultad, pero para los excursionistas resulta algo más complicado. Aunque no imposible. Hasta Lola, que está pasada en kilos, lo consigue. No se ha traído el calzado adecuado. Craso error. Hay que llevar botas de agua o tenis que se agarren a la roca porque hay que trepar, gatear, deslizarse, saltar. No es un paseo, pero las dificultades tampoco son insalvables. Una buena forma física se agradece.
Las galerías turísticas apenas representan una quinta parte de la cueva. Las zonas altas suman algo más de tres kilómetros, pero recorrerlos exige casi seis horas. Cuando el grupo llega a la Sala de la Inmensidad, se produce la única deserción. Lola decide tirar la toalla. En el resto puede más la curiosidad que el cansancio.
Hace 20.000 años aquí vivieron cromagnones. Las pinturas rupestres lo atestiguan. Ellos no tenían ni escalas ni guías ni linternas ni botas. Pero llegaron. Pisaron estas mismas rocas, andaron y desandaron estos mismos laberintos... Paco, un jubilado que en sus años mozos compartió aventuras subterráneas con Federico, viene 30 años después a matar el gusanillo. Es una excepción; la mayoría ni siquiera va al campo.
A mitad de la excursión, la cueva recompensa el esfuerzo: agujas de roca que acaban en forma de piña, prueba de que estos espacios alguna vez estuvieron llenos de agua; macarrones y huevos fritos, como en la jerga se llama a las estalactitas y estalacmitas en formación; una especie de arena resultante de miles de años de fricción de las paredes.
A la salida, las galerías turísticas se antojan demasiado fáciles, demasiado sosas. Una señora mayor aventura al oído de su marido: "Deben ser espeleólogos". Con el mono, el casco y la lintera, lo parecen. Se equivoca. Simplemente son estudiantes, abogados o jubilados que creen que viajar hacia la prehistoria, aunque sólo sea en el espacio, bien vale unas agujetas.
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