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Informe de bajas

ESPIDO FREIRE

Las peores expectativas sobre la siniestralidad laboral en el País Vasco se han visto no ya cumplidas, sino superadas. Prueba de que cuando aquí hacemos algo, lo hacemos bien. Cuatrocientos accidentes laborales al día, accidente arriba, accidente abajo, fueron el saldo arrojado. Ciento veinte personas muertas. La mayoría, del sector de la construcción, lo que convierte en tétrica realidad los chistes sobre obreros que caen desde los andamios. Salvo los infartos, o las electrocuciones al enchufar la impresora, pocos peligros acechan en las oficinas.

Según asciende el estatus social del individuo aumentan las muertes durante periodos de ocio, deportes, accidentes de avión u operaciones de estética. El estrés abunda igualmente entre obreros, amas de casa y puestos de alta responsabilidad, pero en los primeros las bajas por una enfermedad vagamente calificada como "de nervios" son casi inexistentes. Pocos directores ejecutivos han fallecido aplastados por una excavadora, o han perdido dos dedos con un taladro. Como casi todo en la vida, la calidad o cantidad de accidentes depende de cuánto dinero podamos acumular para que nos proteja contra los imprevistos.

El inusual aumento de este tipo de siniestros parece deberse, en parte, al ruinoso sistema de contratación actual. Los casos de subcontratación aumentan. La experiencia se adquiere con años, no con días. Los trabajadores especializados superan los cuarenta años. Los más jóvenes no han vivido la suerte de un estabilidad suficiente como para conocer los entresijos de la profesión. A la tragedia de un muerto cada dos días se le une la descomposición de unas estructuras laborales que cuenten con el ser humano; la funcionalidad del trabajador parece ser la única ley que rije en las empresas, un concepto peligroso que anula los progresos de los sindicatos y de una evolución que, desde las minas inglesas y las jornadas infantiles de trabajo había conocido el progreso.

La proliferación de empresas de trabajo temporal (ETT) y la desesperación creciente de una juventud que en muchos casos no ha accedido a un primer puesto de trabajo, no ha gozado de una educación superior o, por el contrario, posee más titulación de la que sería conveniente para las empresas, ha rebajado el precio y la dignidad del trabajo.

En pocos años, de continuar la política actual, regresarán las escenas de Las uvas de la ira; caminaremos entre metafóricos recolectores de naranjas capaces de pisotear los derechos ajenos por un puñado de monedas. Siempre existe alguien más desesperado que el resto, alguien que se conformará con trabajar por menos, por casi nada. Ya se están dando casos similares: puestos en los que el trabajador sale perdiendo, pero que le conviene conservar, sea por experiencia o por la promesa de continuar en una lista de espera, de ser llamados en un futuro.

Cierta teoría holística, medio filosófica, medio new age, con gotas psicoanalíticas, defiende que tanto las enfermedades como los accidentes tienen su explicación en una actitud inconsciente. El propio paciente las motiva, debido a su furia, su miedo, o su tensión. La sabiduría popular ha aplicado a las úlceras y las enfermedades hepáticas un origen similar. O bien son llamadas de atención, como lo son algunos suicidios.

Si prestáramos atención a este razonamiento, cuántos despistes serían en realidad protestas ante un sistema injusto y una manipulación de los más débiles por parte de empresas para las que una baja no afecta más que al rendimiento; de un Estado que se preocupa sólo por los gastos sanitarios y las cargas sociales de las pensiones que debe soportar. Cuántos accidentes no serían sino suicidios encubiertos, peticiones desesperadas de soluciones a problemas ocultos. Resultaría fácil una lectura moralizante: las mutilaciones y muerte como precio a pagar por el progreso y el capitalismo. Pero esas excusas etéreas y consoladoras quedaron anticuadas. Es tiempo de responsabilidades.

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