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Vivir por las ideas MONCHO ALPUENTE

De todas partes y de ningún sitio, cosmopolita y cateta, castiza y mestiza, una y múltiple, villa y corte, ojo de todos los huracanes, pim pam pum de todos los pelotazos, diana de todos los dardos, blanco perfecto y chivo expiatorio, Madrid sobrelleva el peso de la centralidad y de la capitalidad de un conglomerado excéntrico y centrífugo de díscolos satélites que a veces amenazan con salirse de órbita si no se reconocen sus derechos a orbitar por su cuenta y a satelizar libremente a los asteroides de su entorno.Madrid, epicentro de todos los seísmos y cabeza de turco de todos los nacionalismos, español incluido, es un blanco perfecto, inmejorable caja de resonancia que amplifica la onda expansiva de cualquier artefacto dirigido contra la línea de flotación del "sistema", que diría Mario Conde.

Rompeolas de todas las mareas, la ciudad recibe los embates de los elementos desatados sin que se resquebraje su proa acorazada, a prueba de temporales. En sus calles, más de un millón de ciudadanos de todas las procedencias ideológicas formaron el pasado domingo un bloque compacto, como un solo hombre, obligado en los anales del año dos mil a reivindicar sus más ancestrales, primordiales y mínimos derechos, la preeminencia de la vida frente a la muerte, de la razón frente al instinto básico de la violencia descerebrada y antropoide, homicida y suicida.

En el catálogo católico de los diez mil presuntos mártires españoles del siglo XX no caben los nombres de todas las víctimas que nuestra secular intolerancia fue dejando por el camino. La lista pontificia que distingue entre muertos sin confesión y mártires con título y palma no es un manifiesto de reconciliación, sino el recuento de los caídos de un solo bando, un memorial de agravios como los de esas listas de "Caídos por Dios y por España" que aún campean afrentosamente sobre las fachadas de algunos templos. En las insidiosas páginas de los libros de texto de la posguerra más larga de nuestra belicosa historia se hablaba más de muertes gloriosas que de vidas felices y abundaban los párrafos escritos con letras de sangre que incitaban a los niños a transformarse cuanto antes en héroes y en santos, candidatos a una muerte prematura, a matar y a dejarse matar en la flor de la edad por Dios y por la patria, íntimamenente unidos hasta formar una deidad bicéfala y sanguinaria que aceptaba de buen grado los sacrificios humanos.

"Por Dios, por la patria y el rey, murieron nuestros padres; por Dios, por la patria y el rey moriremos nosotros también", sonaba en las aulas y en los patios escolares el letal estribillo de la montaraz hueste carlista adoptado por los vencedores de la contienda, ex combatientes deseosos de volver a las andadas al frente de una nueva camada heroica de carne de cañón. Hoy, los ecos del patético y terrible estribillo resuenan en otras latitudes patrióticas, pero una gran mayoría de la sociedad ya está advertida de qué quieren decir con sus gritos y empieza a estar de acuerdo con el doctor Jolinson en que el patriotismo suele ser el último refugio de los canallas.

"Morir por las ideas, sí, pero de muerte lenta", cantó Brassens, y aunque algún patriota encanallado por sus ideales propuso lapidarlo para que no cundiera el ejemplo, su irónica y escéptica moraleja cundió más que todas las monsergas guerreras y ultranacionalistas. No hay agravio, ni ofensa, ni injusticia que justifique una nueva cosecha de agravios, violencias e injusticias; no hay coartadas que exculpen a las víctimas cuando se convierten en verdugos. O mejor dicho, haberlas haylas, pero casi nadie cree en ellas. No pueden vencer y hace tiempo que tampoco pretenden convencer más que a sus conversos más allegados. Su último refugio es el terror patriótico, el discurso del miedo.

El terrorismo, enfermedad degenerativa y terminal del ultranacionalismo, busca su remedio en una sangría feroz que sirva de caldo de cultivo a nuevos brotes de odio y de revancha, que garanticen la permanencia del atávico conflicto. La vieja cantinela fascista de aquellos libros de texto que hablaban de la sangre derrarnada como fermento y abono inmejorable de sus altos ideales nacionales encontró un eco inesperado en estos patriotas unidos bajo el ominoso tótem del hacha que se resisten a enterrar y de la serpiente que les inoculó su veneno.

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