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Vulnerables y culpables

Este fin de año ha estado acompañado de una avalancha de balances prospectivos que han pretendido diseñar el estereotipo de la realidad contemporánea y de su inmediato futuro. Pero ha faltado en ese diseño la que era para Abraham Moles la característica esencial de nuestras sociedades: su vulnerabilidad. Cuya existencia y las distintas formas de encararla han sido sin embargo objeto de nuestra atención constante durante las últimas semanas en virtud de cuatro procesos distintos: los riesgos de las celebraciones festivas de masa, el efecto informático 2000, los temporales de gran violencia y la marea negra en la costa francesa del atlántico.Los cuatro han alimentado la conciencia de nuestra inseguridad y nos han remitido al dilema permanente que plantean las catástrofes anunciadas: dejar hacer a las fuerzas naturales y sociales o intentar oponerles una voluntad concertada previniendo sus consecuencias e interviniendo en sus causas. Esa actitud preventiva ha sido muy eficaz en los dos primeros casos. En efecto, en las grandes capitales se temía que la afluencia masiva de personas a las fiestas de fin de año se tradujeran en graves perturbaciones para la seguridad ciudadana. La movilización en todas partes de un contingente importantísimo de fuerzas del orden y la adopción de medidas muy estrictas en términos de circulación y reglamentación de los espacios festivos ha reducido considerablemente el número de agresiones y desórdenes.

Lo mismo podría decirse de la temida catástrofe informática que iba a derivarse del llamado efecto 2000. Se preveía que el cambio de dígito podría producir un colapso cuyos límites en cuanto a su extensión e intensidad parecía imposible determinar. Pero gracias a las 35.000 personas y a un presupuesto de cerca de 600.000 millones en España, y a los dos millones de personas y más de 50 billones de pesetas en el mundo, se han logrado evitar los trastornos importanes y reducir a límites insignificantes los fallos ocurridos.

Puede argüirse que los medios utilizados han sido excesivos y desproporcionados a los riesgos reales y que la industria informática ha utilizado el pretexto del efecto 2000 para hacer su agosto en diciembre renovando sus sistemas y estructuras. Pero el resultado efectivo es que se ha controlado un difícil proceso de cambio y se ha modernizado al mismo tiempo un sector decisivo en la vida económica actual.

No puede decirse lo mismo de los graves trastornos climáticos y de sus dramáticas consecuencias en forma de huracanes, inundaciones, corrimientos de tierras, sequías. Pues, a pesar de las diferencias de apreciación entre los expertos, existe un vasto consenso sobre, por una parte, la relación entre el aumento de gas carbónico en la atmósfera (5% entre 1957 y 1975, 14 % de 1975 a 1990) y la combustión de carbón y petróleo en la industria y el transporte; y, por otra, la emisión de gases con efecto y el aumento de la temperatura media del globo, y la incidencia de ambos fenómenos en la multiplicación y violencia de los desórdenes climáticos.

Es más, cuando el grupo de especialistas del MIT en torno a Richard Lindzen puso en duda esa incidencia, no tardó en descubrirse que estaban financiados por la industria americana del petróleo. Hoy hemos de asumir que somos responsables de la evolución global del clima de nuestro planeta y que debemos de actuar en consecuencia. Aún más lamentable es nuestra responsabilidad en los casos de las mareas negras. Todos sabemos que las condiciones de transporte del petróleo son escandalosamente peligrosas y constituyen un fraude permanente para reducir costes y aumentar beneficios, con lo que los riesgos de accidente son cada vez mayores y menos esquivables. En el caso último, el del petrolero Erika, aparecen de nuevo las condiciones de vetustez e inaptitud del barco a las que viene a añadirse un cúmulo de irregularidades, entre ellas que los expertos encargados de evaluar las consecuencias de la catástrofe estén vinculados al sector petrolero. La responsabilidad de la polución del mar y de las costas es antes que nada política. Pero nuestra pasividad y silencio son también, queridos conciudadanos, comportamientos culpables.

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