La nueva defensa, la defensa de Europa
Es un hecho incontestable -ya casi un tópico- que el mundo está inmerso en un proceso acelerado de cambio: probablemente los acaecidos en los últimos cincuenta años han supuesto más modificaciones en el vivir que los acaecidos en los anteriores quinientos años, y lo que es más aún, parece que el proceso no ha terminado, sino que, por el contrario, se avecinan nuevos cambios cuyo alcance todavía ni imaginamos; la ingeniería genética, los nuevos materiales, la electrónica, la informática y las telecomunicaciones han alterado el horizonte intelectual y vital de la humanidad, a la que, por otra parte y de modo paradójico, la han devuelto a "la aldea", esta vez a la "aldea global".Desde el punto de vista estratégico, la situación ha sufrido también un giro copernicano: estábamos acostumbrados a la "guerra fría" que, enfrentando con mayor o menor tensión, según los momentos, a las dos superpotencias (EE UU y la URSS), generaba cierto equilibrio paralizante por el terror que inspiraban las armas de destrucción masiva y en concreto las nucleares. Con ello se descubrió que a la función tradicional de los ejércitos (la defensa del territorio frente a posibles enemigos) se unía otra igualmente importante: la disuasión. Como advirtió el pensador americano Bernard Brodie a mediados de los cuarenta, "hasta ahora los ejércitos se han dedicado a luchar y ganar las guerras; a partir de ahora su objetivo será impedirlas".
Pues bien, desde 1989, con la caída del muro de Berlín, la situación cambió radicalmente. La guerra fría es sustituida por una situación en la que la primera pregunta a la que deben responder las naciones no es ya en qué lugar del arco voltaico generado por las dos superpotencias se sitúan, sino cómo hacer todo lo posible por situarse en las proximidades de la zona de mayor seguridad del planeta (la zona euroatlántica), o al menos en sus aledaños.
En estas circunstancias parece lícito plantearse si instituciones tradicionales que a lo largo de la historia han mostrado y demostrado su utilidad siguen teniendo vigencia en el mundo de hoy y en el de mañana. Si bien es cierto que una mínima prudencia exige seguir la recomendación de san Ignacio ("en tiempo de turbulencia no hacer mudanza"), no lo es menos que además se impone una reflexión sobre el mundo en el que nos encontramos y su probable devenir.
A pesar del escaso lapso de tiempo transcurrido desde el 89, ya hemos podido comprobar que las Fuerzas Armadas son un elemento insustituible para cumplir una tercera función, impensable hace tan sólo unos pocos años, y que viene a unirse a la tradicional de la defensa del territorio y a la moderna de la disuasión: la función de la proyección de la estabilidad y de la paz.
No ha sido sólo el altruismo el que ha inspirado recientes actuaciones militares (lo cual no quiere decir que el altruismo haya estado ausente): un mundo en cambio constante y en constante progreso que los gobiernos deben garantizar y que, como no puede ser de otra manera en una aldea global, es indivisible. Por eso los gobiernos sienten la necesidad de garantizar la estabilidad mundial. Es la paz y la prosperidad de sus naciones lo que está en juego.
Europa es hoy nuestro gran proyecto y debe ser, por tanto, nuestro primer referente. A este respecto, lo primero que hay que constatar es que este que atravesamos es el primer fin de siglo en el que Europa no es hegemónica en el mundo; sin embargo, sí lo es una nación con la que, por ser nuestra heredera, compartimos principios y valores y con la que quizá las principales diferencias sean las propias de las edades respectivas. En esta situación, Europa debe plantearse si quiere desempeñar en el mundo de hoy y del inmediato futuro un papel activo y sustantivo o prefiere ser sólo un mero apéndice de Estados Unidos. La discusión puede ser apasionante, pues no todo el mundo está de acuerdo en que la existencia de tres interlocutores en lugar de dos favorece el diálogo y facilita la posibilidad de alcanzar acuerdos, máxime si este tercero puede ejercer el papel de puente.
Por otro lado, la Europa unida va siendo ya una realidad. Caen como fichas de dominó las fronteras comerciales, los gobiernos nacionales pierden ámbitos de decisión normativa que tenían tradicionalmente reservados y se crean nuevos campos de actividad económica, impulsados sobre todo por las nuevas tecnologías de la comunicación, que nos abocan a un segundo Renacimiento. Intramuros son reflejos ilustrativos de esta globalización el acuerdo de Schengen y la creación del euro. No se conoce en la larga historia de los pueblos ninguna moneda fuerte que no haya contado con una defensa adecuada. El retraso y la dispersión en materia de seguridad y defensa son, en consecuencia, el principal déficit europeo al encarar el nuevo siglo, y por ello es la tarea más urgente.
La experiencia de los últimos cinco años no ha sido, sin embargo, positiva; más bien puede calificarse de decepcionante. La Unión Europea se ha mostrado incapaz de actuar de modo conjunto y coordinado ante las distintas crisis internacionales, alguna de ellas en suelo europeo o en el borde de su mapa. El conflicto de los Balcanes ha puesto de manifiesto la excesiva dependencia europea de la superpotencia norteamericana y sus evidentes limitaciones. Más que gastar más en defensa, Europa necesita gastar mejor. Sólo si Europa construye sus mecanismos de defensa podrá asegurar y asegurarse una lealtad recíproca con EE UU y, por tanto, poder desempeñar el papel sustantivo que los europeos demandamos.
Los españoles nos hemos pasado los últimos 25 años intentando cumplir un proyecto u objetivo nacional: incardinarnos de modo definitivo y estable en Europa, y lo hemos conseguido, aunque ello haya significado un disimular o como pasar de puntillas sobre lo que España es y lo que España significa, lo que supone y significa ser español. Pero este proyecto de ser europeos de pleno derecho está completado. ¿Qué proyecto sugestivo se nos presenta en los albores del siglo XXI? A mi juicio, no cabe otro sino el de participar en la decisión y liderazgo de los asuntos europeos. Pero para ello ya no basta con mostrar que somos europeos sin más; hay que explicar lo que podemos aportar a la construcción de Europa, y ello exige una labor de introspección y, en definitiva, de aceptación de lo que significa ser español. El problema es si nos gustamos a nosotros mismos.
En la medida en que creamos en lo que somos, en lo que tenemos y en lo que valemos, nos esforzaremos en defender por todos los medios nuestra identidad, nuestros intereses y nuestros valores. Los españoles no somos precisamente los europeos que más nos apreciamos a nosotros mismos. España es el único país de la Unión Europea del que tienen mejor concepto fuera que dentro. De la recuperación de la autoestima -y vamos teniendo motivos para ello tras muchos años de aislamiento y postración- depende la vitalidad nacional, y de ésta, la necesaria conciencia de defensa.
Eduardo Serra Rexach es ministro de Defensa.
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