Las mil caras de Borís Yeltsin
Mil caras tiene Borís Yeltsin. La del alto funcionario comunista que hacía carrera en provincias cumpliendo a rajatabla las consignas del poder central soviético. La del intuitivo estratega capaz de darse cuenta de que la historia cambia de rumbo, de que hay que soltar lastre y montar el caballo predestinado a ganar. La del táctico capaz de pactar con el diablo para superar una crisis y de dar una patada a sus aliados circunstanciales cuando ya no le eran útiles. La del populista y pragmático que lo mismo se subía a un tanque para lanzar una soflama que negociaba con el enemigo. La del intransigente que no dudaba en emplear la fuerza para quebrar resistencias. La del monarca absoluto que tenía a toda la corte pendiente de un hilo, a su soberano capricho. La del zar que dejaba con frecuencia el manejo de los asuntos de Estado en manos de validos a los que, llegado el caso, no dudaba en convertir en cabezas de turco. La del gobernante desconfiado que se encerraba en su círculo más íntimo y perdía el contacto con el pueblo, que debería ser su auténtica base de poder. La del dirigente enfermo y débil que recordaba el secretismo de las agonías de Breznev o Chernenko...El contraste definirá probablemente el hueco que la historia deje un día a Borís Nikolaiévich Yeltsin, el líder que, tanto o más que Mijaíl Gorbachov, asumió la responsabilidad de romper en pedazos, en 1991, ese gigante aparentemente indestructible que fue la Unión Soviética.
Gorbachov inventó la perestroika (reestructuración) para poner orden en el caos, sin pensar que con ella, y con la glasnost (transparencia informativa), se terminaría derribando todo el edificio soviético. Un golpe de quienes querían salvar a la URSS terminó dándole la puntilla. En esas jornadas críticas de agosto de 1991 se decidió la suerte de ese gigante, la de Gorbachov y la del propio Yeltsin. Cuando éste arengó a las masas subido en un tanque ante la Casa Blanca (entonces sede del Sóviet Supremo) para "defender la democracia" corría un enorme riesgo, pero saber afrontarlo, y en el momento justo, es atributo de los hombres que hacen historia. Y Yeltsin, pese a su biografía llena de claros y oscuros, pertenece a ese selecto club.
Nacido el 1 de febrero de 1931 en la aldea de Butka (provincia de Sverlovsk), en los Urales, hijo y nieto de campesinos expropiados por los comunistas, obrero, ingeniero y finalmente político, su carrera se lanzó entre 1976 y 1985, en los tiempos de Breznev, Andropov y Chernenko, como jefe del partido en Sverdlovsk.
Gorbachov se fijó en él y decidió darle el mando del comité de industria de la construcción de Moscú y luego el de la organización comunista en la capital.
Convertido en algo parecido a un alcalde, se subió a los autobuses y al metro, conversó con las amas de casa en los mercados, se escandalizó por la escasez de suministros, estimuló la creación de cafés callejeros y puestos de venta de fruta, abroncó públicamente a los subordinados más impopulares, ordenó detener a centenares de funcionarios corruptos, fustigó los privilegios de la clase dirigente, estrechó manos y besó a niños como si fuera un político occidental en plena campaña electoral, habló a la gente como un campesino y le hizo creer que comprendía sus problemas.
Terminó estrellándose contra Gorbachov y su equipo, en el que aún había muchos representantes de la línea dura. En un pleno del Comité Central celebrado a puerta cerrada el 21 de octubre de 1987, Yeltsin dimitió como alcalde de Moscú y miembro suplente del Politburó. Sus motivos: la lenta marcha de la perestroika y el boicoteo a la reforma por parte del número dos del PCUS, el "duro" Yegor Ligachov. Se hizo el silencio y luego, en cascada, primero Ligachov, después sus incondicionales y finalmente Gorbachov le pusieron como un trapo. El secretario general consideró su intervención "un exabrupto pequeño burgués" y "síntoma de aventurerismo político".
Hasta el 11 de noviembre no se tomó oficialmente la decisión de destituirle. Yeltsin, que había sufrido tres días antes un amago de ataque cardiaco, llegó desde el hospital, mantenido en pie por una tonelada de medicamentos, para oír cómo Gorbachov le acusaba de situar sus ambiciones personales por encima de los intereses del partido y de haber actuado de forma "políticamente inmadura y extremadamente confusa y contradictoria". Como en tiempos de los juicios stalinistas, Yeltsin confesó sus pecados en público, se reconoció culpable y pidió perdón.
En la época de Stalin podría haber terminado con un balazo en la nuca, condenado al silencio absoluto o desterrado a una dacha. Pero en ese entonces le pusieron al frente del Comité Estatal de la Construcción y le mantuvieron el rango de ministro. Cuatro años después, había de ser éste quien no mostrase compasión con el último presidente soviético.
Fustigando a los jerarcas comunistas por sus escandalosos privilegios, Yeltsin ganó un escaño por Moscú el 26 de marzo de 1989 en las elecciones al Congreso de los Diputados del Pueblo. Obtuvo casi el 90% de los votos. Un intento de excluirle del más reducido Sóviet Supremo fracasó tras dos días de manifestaciones callejeras en su favor.
La historia se aceleraba: elecciones al Parlamento ruso, que situó a Yeltsin al frente; declaración de la soberanía de Rusia el 12 de junio de 1990 y, un año después, primera elección presidencial directa en la que, Yeltsin, candidato del movimiento Rusia Democrática, obtuvo cerca del 60% de los votos. Ya había soltado lastre y abandonado el PCUS. Fue en el XXVIII Congreso del partido, celebrado entre el 2 y el 13 de julio de 1990.
Durante el golpe de agosto de 1991, Yeltsin se la jugó, asumió los riesgos de dirigir la protesta en la calle contra los golpistas, llamó a la huelga general y la desobediencia civil, se plantó ante la Casa Blanca subido en un tanque... y ganó.
La URSS agonizaba entre una cascada de declaraciones de soberanía, con las repúblicas bálticas en cabeza. Yeltsin y los presidentes de Bielorrusia y Ucrania sellaron el 7 y el 8 de diciembre, cerca de Minsk, el acta de defunción, formalizada el 31 de diciembre. Borís Yeltsin fue su verdugo. Millones de rusos aún no se lo perdonan.
El tránsito del comunismo al capitalismo que se desarrolló a partir de entonces, inicialmente con Yégor Gaidar como primer ministro, y luego con Víktor Chernomirdin, provocó una catastrófica recesión y tremendas desigualdades sociales, y marcó la frontera entre el viejo y el nuevo Yeltsin.
Cuando el Sóviet Supremo, reliquia legal de la URSS, plantó cara a la "terapia salvaje", Yeltsin lo disolvió, en lo que técnicamente fue un golpe de Estado. Unos 180 diputados se encerraron en la Casa Blanca hasta que el presidente, tras vencer la resistencia de los mandos del Ejército, ordenó bombardear el edificio. Hubo, tal vez, más de 150 muertos.
Yeltsin cruzó entonces el Rubicón y, aunque apoyado por Occidente, quedó marcado para millones de rusos. Institucionalizado como poder casi absoluto, encerrado en el Kremlin, consolidó los hábitos que caracterizaron tanto a los zares como a los líderes comunistas. Mientras formalmente se implantaba un Estado democrático, el autoritarismo y la arbitrariedad camparon por sus respetos. En los pasillos del Kremlin se desarrolló una peculiar "corte de los milagros", que condicionaba grandes decisiones estatales, repartía favores en función de la lealtad y castigaba a quien se desmandaba o se salía de su papel.
Dos muestras, especialmente trágicas, de la forma caótica en que Yeltsin ejerció el poder han sido las dos guerras de Chechenia. La primera terminó con una retirada humillante, después de un paréntesis pacificador para ganar la reelección en julio de 1996, tras una campaña dominada por el temor al "peligro rojo" y el apoyo económico y mediático de los grandes magnates. La segunda guerra, lanzada también por motivos de política interna, es el eje sobre el que se articula la dimisión de Yeltsin y la "operación relevo" con Vladímir Putin de protagonista.
A partir de su reelección, y una vez que se conoció la gravedad de su enfermedad (sufrió dos infartos entre las dos vueltas de los comicios), la gran pregunta fue si podría sobrevivir hasta junio del 2000. Hubo serias dudas cuando, en noviembre de 1996, se le implantaron cinco puentes cardiacos.
La salud de Yeltsin, o más bien la falta de ella, ha marcado su segundo mandato. Dolencias cardiacas, gástricas, respiratorias, musculares, cerebrales y hasta psíquicas le convirtieron en una sombra de lo que fue, en un oso enorme pero torpe y tambaleante. Lo mismo estaba a punto de caerse en un acto oficial que hacía el rídiculo ante dignatarios extranjeros con la sangre cargada de vodka o efectuaba anuncios tan espectaculares como absurdos que sus ayudantes tenían que rectificar luego.
Ha habido épocas en las que pasaba más tiempo en el hospital central clínico de Moscó que en su despacho del Kremlin. Una ambulancia con médico y equipo de reanimación acompañaba siempre a la caravana presidencial en sus desplazamientos por Moscú.
La sombra se convirtió en caricatura en 1998 y 1999, cuando se dedicó a destituir primeros ministros (hasta 4), mientras el país se sumergía en una grave crisis económica, las luchas de poder sustituían la ausencia de una política de Estado, las relaciones con Occidente empeoraban y los cortesanos del Kremlin (su hija Tatiana y el magnate Borís Berezosvki sobre todo) hacían y deshacían entre bastidores para defender sus privilegios y evitar tener que rendir cuentas algún día.
Sin embargo, incluso en esta etapa crítica de descomposición, Yeltsin, en sus intervalos de energía y lucidez cada vez más escasos, ha sacado algo del carácter que tuvo en los días en los que fue la gran esperanza de regeneración de Rusia.
Pese a las limitaciones de salud y de carácter, Yeltsin, que el verano de 1999 llegó a contar con el apoyo de tan sólo el 2% de los rusos, ha sido la principal medida del poder en Rusia, capaz de dar uno de esos terribles zarpazos de oso enfermo. Sólo a su sombra se podía hacer carrera. Los validos de hoy podían convertirse antes de decir amén en los expulsados de mañana. Era el nuevo zar. Incluso le gustaba llamarse a sí mismo Borís I o compararse con Pedro el Grande, el fundador de San Petersburgo.
Pero los zares también mueren. O dimiten.
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