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Desastres

ENRIQUE MOCHALES

El coste de los desastres naturales en la década de los noventa ha sido noventa veces más alto que en la de los años sesenta. Y ahora, con lo ocurrido en Venezuela, se va a batir el récord. "Cada vez es más evidente que el término natural para estas catástrofes resulta inadecuado", afirmó Kofi Annan en el foro de Ginebra celebrado en julio pasado. Y remató: "Las catástrofes naturales son a menudo provocadas por el hombre, y casi siempre agravadas por su acción o inacción".

No es nuevo que los más pobres, que no pueden pagarse medidas preventivas, sufran las peores consecuencias de unos fenómenos naturales exacerbados por la modificación del medio ambiente que han provocado en su mayor medida los ricos. La ONU estima, por otra parte, que en el año 2025, el 80% de la población mundial vivirá en países en desarrollo, y más de la mitad será extremadamente vulnerable a inundaciones y tormentas. Las emanaciones de gases que provocan el efecto invernadero, procedentes de los países desarrollados y de los de desarrollo rápido, calientan la atmósfera y serán las naciones más pobres quienes sufrirán las consecuencias. La primera medida preventiva a tomar sería el cambio de modelo de desarrollo en el mundo industrializado. No obstante, las conferencias mundiales sobre el cambio climático han demostrado la poca disponibilidad de los culpables, mientras se fomenta el mismo modelo de desarrollo para países hiperpoblados que quieren industrializarse, como China y la India.

Cuando la televisión emite unas imágenes y proporciona unas cifras de muertos como los de la catástrofe de Venezuela, consigue que la solidaridad se despierte entre la población de los países desarrollados. Con motivo del huracán Mitch, por ejemplo, los españoles donaron 20.000 millones de pesetas a las ONG. Una cantidad similar a la ayuda oficial española. No obstante, la ayuda de emergencia disminuye en el mundo constantemente, y su volumen depende del efecto mediático de los desastres. Cuando una catástrofe y sus damnificados ya no son noticia, las ayudas de particulares bajan drásticamente. Por eso, en estos casos hay buenas razones para emitir durante días imágenes dantescas, como las espeluznantes vistas de pueblos y ciudades convertidos en barrizales que ocultan miles de cadáveres en cuyos tegumentos se fraguan las epidemias, o el llanto desesperado de una persona que mece entre su brazos el cadáver de un ser querido.

Por si aún no está lo suficientemente probado que los desastres que se están produciendo en los últimos años del milenio no son tan naturales, vaya una evidencia irrefutable: las grandes compañías de seguros piden ya en informes y consejos de administración medidas similares a las que exigen los ecologistas desde hace años. De hecho, comparten planteamientos y campañas con organizaciones del tipo de Greenpeace. Por algo será. Pero habrá que llegar a un punto dramático para que, en otro protocolo como el de Kioto, EEUU se digne reducir tan sólo un mínimo 6% de los gases que producen el efecto invernadero.

Resulta normal, en estos tiempos que corren, que las personas mayores reconozcan no haber conocido un clima tan alto durante los veranos de su juventud. Tal vez sea un reflejo de la edad y del deterioro físico, pero no se puede olvidar que el mundo es un ser vivo, y que hubo un tiempo en que incluso el Sáhara era un vergel. Los fenómenos naturales no se pueden impedir, y menos aún cuando están a punto de suceder, pero las consecuencias del efecto invernadero se podrían mitigar extraordinariamente si existiese voluntad política. Sin embargo, en Venezuela, lo que hace falta es dinero. La mencionada voluntad política de prevención, si es que esta voluntad está al alcance los países que no pueden pagarla, no sirve de nada. No les sirven ni los satélites americanos, ni los modelos informáticos. Sólo les es útil el dinero. Esperemos que algún día los expertos demuestren al fin con análisis económicos que es más barato prevenir que curar.

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