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Dos cardenales en el borde

El 27 de noviembre pasado, la Universidad de París, que se ha considerado siempre la madre y matriz de los saberes en Francia, la Sorbona, organizaba un coloquio en torno a esta pregunta: ¿2000 años después de qué? Evidentemente, con esta interrogación se estaba planteando la vigencia del cristianismo en la historia de Europa y su significación para la conciencia actual. Cuando ahora iniciamos una carta fijando la fecha, estamos haciendo una afirmación teológica al contar nuestros años a partir del nacimiento de Cristo. El calendario no es un hecho arbitrario, sino una decisión de sentido. El tiempo es función derivada del ser; contamos a partir de aquellos acontecimientos que consideramos fundadores de la realidad y alumbradores de la verdad: la creación del mundo por Dios para los judíos, la fundación de la Urbe para los romanos, la aparición de Jesús de Nazaret para los cristianos, la hégira de Mahoma para los musulmanes.La pregunta implícita en el título del coloquio era tan sencilla como ésta: ¿siguen teniendo validez objetiva la persona y el mensaje que dan nombre a nuestra era? ¿Sigue en pie la verdad del cristianismo y cuál es ésta? El profesor invitado para responder a esta pregunta fue el cardenal Ratzinger en calidad de miembro de la Academia Francesa. La crisis del cristianismo es un aspecto de otra crisis más profunda: la crisis de la verdad objetiva. Hasta ahora el hombre pensó que pisaba tierra firme en el orden del conocimiento, de la religión, de la ciencia: saber de sí mismo, saber de Dios, saber de la verdad. A partir de ese cimiento construía su existencia. Quebrada esa convicción, surgen la primacía del pragmatismo, la soberanía absoluta del poder y la oportunidad diaria como criterios de comportamiento. Pero los productos del mercado no desplazan la pregunta por el sentido de la vida, por la dignidad inmanente del hombre, por el contenido del futuro. El hombre sabe que se mide y dignifica no por su gusto o poder, sino por la verdad real.

¿Por qué se ha afirmado el cristianismo a lo largo de estos 20 siglos? Ratzinger dio una respuesta clara: por la síntesis que realizó entre razón, fe y vida. La síntesis de esos tres elementos (reconocimiento de Dios en su revelación histórica, atenimiento a la Verdad, servicio al Bien) lo convirtió en la potencia capaz de subvertir cierta filosofía ambiental, el politeísmo del imperio romano y la desesperanza que acompañaba a los cultos orientales, difundidos entonces por todo el Mediterráneo. Esa convicción ha sostenido a Europa hasta hoy, ateniéndose a la verdad de la ciencia, la verdad de la acción y la verdad de la persona. Con ella, el cristianismo heredaba lo mejor de sus predecesores: el logos socrático, la voluntad científica de los griegos y la objetividad del derecho en Roma. De esta forma transfería al hombre de la arbitrariedad al fundamento de la realidad, de la violencia al dictamen de la razón y del individualismo anárquico a la claridad del derecho, que afirman al débil frente al poderoso y otorgan a cada prójimo la misma porción de verdad, aun cuando no tenga la misma de poder. Agamenón y su porquero son criaturas de Dios, con igual razón, libertad y dignidad. Imagen de Dios es todo hombre y no sólo el Rey.

El cristianismo estableció la conexión entre la verdad, nacida de la realidad analizada, y el bien, acreditado en la vida personal. Verdad y Bien no son separables, sino que se reclaman y apoyan mutuamente. Esa síntesis constituyó la fuerza del cristianismo. La fe cristiana remitía a la realidad estudiada a fondo, explicitaba sus esperanzas de bondad al corazón humano, intentaba esclarecer la verdad, que no es posesión de los poderosos, sino que es superior a todos e incardina a cada uno en su lugar debido. Frente a la superstición, la política, la riqueza o un pluralismo vago y falso, el cristianismo rechaza opiniones particulares y reclama las exigencias universales de la verdad, tal como los hombres la podemos descubrir y Dios nos la ha dado a conocer. El Misterio nos desborda absolutamente, pero eso no significa que no podamos reconocerlo y acogerlo, que todos los accesos a él sean igualmente válidos, que no tengamos en la historia signos de su presencia y revelación, ni que todas las acciones sean igualmente morales. Las diferencias de los hombres presuponen la concordia de lo humano, y sin unidad fundante no hay apoyo ni criterios para el pluralismo. Los politeísmos son una renuncia a la verdad y una degradación del hombre. El que la verdad se haya convertido en intolerante y, una vez convertida en dictadura, haya llevado hombres a la hoguera, no la priva de su potencia nutricia y de su real soberanía. Todas las cosas bellas y profundas son degradables; desde el amor a la ternura, desde la esperanza a la paz, mas no por ello dejan de ser las raíces que sostienen la vida humana. Una paz podrida arrancó a Unamuno su grito: "Antes la verdad que la paz".

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La crisis del cristianismo en Europa es la crisis de la verdad y de la racionalidad. Por las mismas fechas que hablaba Ratzinger en la Sorbona, se publicaba el libro de J. Habermas, Verdad y justificación. En él declara como cuestión suprema la correspondencia entre nuestras opiniones y una verdad común, que trascienda el contexto y las meras opiniones particulares. Nuestros pareceres sobre el mundo, nuestros juegos de lenguaje, nuestros politeísmos, nuestras culturas irreconciliables, no pueden ser la última palabra. Ello supondría la incomunicación e irreconciliación finales entre los hombres. En el fondo está su diálogo con los posmodernos, Rorty a la cabeza, que postulan una verdad construida sin correspondencia en la realidad, un mundo sin sustrato último, una ética sin obligaciones universales. Habermas reclama racionalidad y no sólo consenso, verdad y no sólo opiniones. No se resuelven los problemas de las instituciones y de las personas, ni en la sociedad ni en la Iglesia, sin el retorno a la pregunta por la verdad. La verdad es la fuente de la convivencia, cuando los hombres no se enseñorean de ella y la buscan no como arma contra el prójimo, sino como sendero hacia la fuente y futuro común.

Cuando esa verdad no es buscada, reinan soberanos un pluralismo salvaje y un consenso político, cortados a la medida de los que tienen el poder en sus múltiples formas. Quienes mandan realmente entonces son los intereses dominantes y el egoísmo de grupos o individuos. Cuando en la vida humana, social y política, no tienen primacía la verdad y el amor, se retorna a la lógica de la evolución, tanto la del reino animal como la del reino social, en la que vigen la ley de la selección y la afirmación del más fuerte y rico contra el pobre y débil. Frente a la lógica de la evolución está la lógica de la creación. Ésta instaura la ley del amor, como fundadora del otro en gratuidad, y la comprensión del vecino como prójimo, del que hay que cuidar, por el que hay que velar, y al que no se puede matar, aun cuando sea culpable. Dios lo funda, defiende y vela por él. La lógica de la creación y no de la evolución, la primacía de la verdad sobre la situación, la síntesis entre razón, fe y vida o, para decirlo en términos modernos, entre teoría y praxis, entre ortodoxia y ortopraxis, han fundado la permanencia y fecundidad del cristianismo en estos 20 siglos. Ellas han sido también las fuentes de Europa. Si se agotan en el cristianismo o la sociedad las reniega, ¿seguirán manando los mismos valores e ideales para la convivencia y la paz?

Junto al cardenal Ratzinger, mente vigilante que no cesa de indagar la verdad, originalidad y coherencia del cristianismo, la otra cabeza cardenalicia, guía de la conciencia cristiana en Europa, es Martini, cardenal de Milán. Nada más alejado que un alemán y un italiano, un catedrático de la Universidad de Tübingen y un profesor de la Gregoriana. Tan lejanos ambos en sensibilidad, sin embargo ambos concinan, en sinfonía católica, en que verdad y eficiencia, identidad y sentido, confesión de fe y praxis de la caridad son inseparables, porque son el anverso y reverso de la moneda católica. Son así realmente cardenales, o quicios en torno a los que giran las preocupaciones cardinales de los católicos más lúcidos. Ellos dan que pensar a los que piensan en un cristianismo que sea más que un resto cultural, nuevo programa moral o sonoras imágenes retransmitidas desde el Vaticano por televisión. Dos cardenales altavoces de lo mejor de Europa y exponentes de un cristianismo cristiano y teologal, a la altura del tiempo.

Martini dirige cada año una carta a los milaneses el día de su patrón, San Ambrosio. La de este año, del día 7 de diciembre, propone a los cristianos una reflexión sobre la política, aquejada, dice, de abulia, indolencia e indiferencia ante los verdaderos problemas de fondo, que nublan y vulneran la conciencia humana. A los cristianos no les es suficiente lo democráticamente válido y políticamente correcto. Su texto es todo un programa. "La indolencia política es todo lo contrario de lo que la tradición griega y el Nuevo Testamento llaman parresía; es decir, libertad de llamar las cosas por su nombre. Las grandes apuestas del ser humano, la idea de la vida misma, la sexualidad, la familia, el trabajo, la precariedad social, no son objeto de una reflexión a fondo, sino que son engullidas por una neutralidad apática en la que todas las opiniones adquieren el mismo valor; por un sistema de pensamiento que no da prioridad al conocimiento y al intelecto, y que confunde la fortaleza con el consenso de masas".

No invita el cardenal a la intolerancia, sino a la moderación, pero una moderación que supere el modelo radicalmente individualista y libertario, sólo atento a los derechos individuales, a la perduración en el poder, a la supervivencia en el bienestar propio, olvidadizo de los hombres últimos y de las últimas cuestiones. La democracia es marco apto para una sociedad creadora, pero no da el cuadro de contenidos; es necesaria, pero no es suficiente para una vida humana sensata y solidaria. La verdad real y la solidaridad comunitaria son hoy las dos instancias normativas de las personas y los dos desafíos supremos de la sociedad. De la respuesta a ellos dependen el futuro de la Iglesia, el porvenir moral de Europa y la dignidad del hombre mismo. Dos cardenales han abierto camino en este borde del tiempo bimilenario, invitando a vivir la vida en la verdad (Ratzinger) y la verdad en la vida (Martini).

Olegario González de Cardedal es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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